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Full text of "Obras completas; prólogo de Alberto Ghiraldo"

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LETRAS 



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LA CASA DE LAS IDEAS 



I 




sta frase de Elisée Reclus: «La ciu- 
dad de los libros» despierta en mí 
este pensar: «las casas de las ideas>. 
En efecto; si ¡apalabra es un ser 
viviente, es a causa del espíritu 
que la anima: la idea. 

Así, pues, las ideas, con sus carnes de pala- 
bras, vivientes, activas, se congregan, hacen sus 
ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la biblio- 
teca, la casa es el libro. 

Helas allí como los humanos seres; hay ideas 
reales, augustas, medianas, bajas, viles, abyec- 
tas, miserables. Visten también realmente, me- 
dianamente, miserablemente. Tienen corona de 
oro, tiara, yelmo, manto o harapos. Imperiosas 
o humilladas, se alzan o caen, cantan o lloran. 



RUBÉN DARÍO 

Evocadas por el hombre, dejan sus habitáculos, 
abandonan sus alvéolos, resuenan en el aire, o, 
silenciosas, penetran en las almas por los ojos. 
Luego vuelven a sus casas, después de hacer el 
bien o el mal. 



II 



Tenéis aquí una vieja catedral: es un misal 
antiguo. Muestra sus ferradas y pesadas puertas; 
sus muros, sus esculturas, sus vidrios coloreados, 
sus rotondas, sus flechas, sus agujas, sus campa- 
narios. En los nichos de las mayúsculas viven los 
santos, las vírgenes, los mártires. A su rededor 
clama un pueblo de ideas santas, canta como a 
son de órgano o al vago vibrar de tiorbas celes- 
tes. Las ideas angélicas, encarnadas en palabras 
castas y blancas, dicen en coro rezos, himnos, 
glorias, hosannas. Las martirizadas pasan pur- 
púreas, cerca de los azules y oros que pulieron 
los monjes. Unas llevan los ramos de lirios en las 
manos, otras clavos, coronas de espinas o palmas. 
{Palmas! Cuando el triunfo de Nuestro Señor Je- 
sucristo llena las vastas naves, el pueblo de ideas 
fieles se congrega. Es el ambiente de los profetas, 
el mundo de los doctores, la atmósfera de los 
beatos. Un incienso de fe perfuma el aire. Los 
altares, bellos de oro y de cirios, presentan la 
magnificencia mística de sus arquitecturas. Por 
las cornisas, por los tallados de las puertas, por 
los calados de las piedras, piruetean los demo- 



R 



nios bufos con los frailes obscenos; un cabrón 
que termina en largo y crespo follaje vegetal, 
quiere ascender hasta la soberbia expansión de 
los maravillosos e historiados rosetones. 

Esa vieja historia es un castillo feudal. Ois el 
cuerno del enano, entráis por el puente levadizo. 
Encontraréis dentro al castellano, a la castella- 
na, a los pajes, a las dueñas. Las ideas están ves- 
tidas a la usanza de entonces; todo es hierro, lo- 
rigas, caparazones; en los cintos las espadas, en 
los blancos cuellos las golas; en los puños geri- 
faltes. Y suena el rumor de las mesnadas de ideas. 
Ellas claman, vitorean, dicen decires, cantan 
cantos, tienen sus fiestas, sus cacerías; pelean 
bravas, juran y se signan, saben de respeto y de 
honor, de Dios y de los caballeros. De noche, al 
calor del buen hogar, cuentan cuentos. 

En esa Ilíada pasa, truena un mundo de ideas 
gigantescas; viven en palabras desmesuradas, al- 
tas, vibrantes, sonoras, primitivas, divinas. Hay 
ideas que pasan desnudas como Venus; otras que 
ululan como Hécuba; otras heroicas y veloces 
como Aquiles. En esa portentosa ciuda griega por 
donde quiera os halaga la maravilla del ritmo, 
reina la música en su sentido original; al manda- 
to de una lógica imperiosa, todo se mueve obede- 
ciendo al número; al paso escucháis cómo hacen 
vibrar el bosque de aritmética las cigarras del 
verso . 

En ese usado Ars Amandt os sonríen variadas 
y graciosas ideas femeninas . Provocan, llaman a 



RUBÉN DARÍO 

la batalla del amor; así como ese ojeado Aretino, 
propiedad quizá de alguna refinada marquesa 
del tiempo pasado, es un curioso prostíbulo. 

En las bibliotecas existe el «inferí», como en 
ciertos museos los gabinetes secretos, y en los 
estereoscopios las vistas reservadas. ¿En dónde 
había de estar sino en el infierno la Faustino, del 
divino Marqués? 



III 



Los impresores y los encuadernadores son los 
arquitectos de las ideas congregadas. Ellos les 
levantan sus palacios, o las alojan en casas bur- 
guesas; las adornan de formas elegantes, capri- 
chosas, modernas, graves, cómicas; las ilustran, 
las refinan o las ponen en aislados ghetos; las co- 
locan, las recaman de oro como si fuesen perso- 
nas imperiales; tapizan sus casas con las pieles de 
los animales, con costosos pergaminos, telas ricas, 
sedas y galones. Muchas, fastuosas y vulgares, 
moran en palacetes opulentos de keapsake; otras, 
hermosísimas, puras, nobles, llevan pobremente 
en ediciones modestas su perfecta gracia gentilicia . 

Las primeras son semejantes a ricas herederas, 
feas y estúpidas; las otras a princesas olvidadas, 
hijas de reyes caídos, virginales, supremas, ava- 
salladoras por la sola virtud de su potencia nati- 
va. Hay unas heroicas, yámbicas, masculinas. 
Haylas soldados, espadachines, verdugos, perros 
furiosos. ¡No toquéis a los que manejan ideas! 

8 



i? 



Allí viven las ideas en sus casas, en sus ciuda- 
des e imperios, las bibliotecas; tienen sus Parises, 
sus Londres, sus aldehuelas, sus villas. En las 
puertas de sus mansiones se ven nombres anun- 
ciadores de sus jerarquías, desde la Biblia hasta 
Bertoldo, desde Hugo hasta el Sr. X. Pues todo 
en ellas sucede como en los hombres, y así, son 
unas porfirogénitas, otras plebeyas. Y como el 
hombre también, unas mueren y caen en el olvi- 
do; otras ascienden a la inmortalidad, por la suma 
gloria del genio. 





PARÍS Y LOS ESCRITORES EXTRANJEROS 




l influjo y el encanto de París son 
los mismos para todos; mas cada 
cual los recibe conforme con su 
temperamento y su manera de en- 
carar la vida. París es embriagan- 
te como un alcohol; hay personas refractarias a 
todas las alcohólicas intoxicaciones. Hay quienes 
hacen de París su vicio. Hablo del París que pro- 
duce la parisina, del París en que la existencia 
es un arte y un placer. Tal París embriaga de le- 
jos. El chino, el japonés, el negro, el ruso, el 
yanqui, el criollo, sufren su atracción de la mis- 
ma manera. El paraíso, un verdadero paraíso ar- 
tificial, se reconoce a la llegada. El hechizo está 
en el ambiente, en las costumbres, en las dispo- 
siciones monumentales, y sobre todo, en la mu- 
jer. La parisiense sólo existe en París, afirma- 

11 



RUBÉN DARÍO 

rían nuestros queridos maestros M. de la Palice 
y Pero Grullo. Mas el efecto de París se aminora 
o se agranda según la edad, los elementos de 
vida, los caracteres y las aspiraciones. No se tra- 
ta de razas ni de países. Conozco por ejemplo 
dos vascos, Miguel de Unamuno y Ramiro de 
Maeztu, en quienes el influjo parisiense es nulo; 
en cambio hay innumerables vascos que gastan 
su dinero y dan placer a sus sentidos y a su ima- 
ginación en París, de la manera más meridional 
del mundo. En los escritores, en los artistas, se 
nota la diferencia de comprensión y de impresio- 
nes. La inoculación de parisina en unos es acti- 
va, en otros de mediana fuerza, en otros inocua. 
De los metecos, son los rumanos y levantinos los 
más accesibles a la parisinación completa. Los 
españoles resisten fuertemente, en tanto que los 
originarios de la América latina cuentan entre 
los que más se asimilan al medio y entre los re- 
fractarios. Véanse algunos ejemplos. 

El marqués de Rojas vivía en París hace lar- 
guísimos años. Antiguo diplomático, ha conocido 
buen número de testas coronadas y ha permane- 
cido en casi todas las cortes de Europa. Sus es- 
tudios preferidos han sido investigaciones histó- 
ricas, la literatura, y sobre todo, los asuntos fi- 
nancieros, disciplina en que sobresale. Sus gus- 
tos, sus hábitos eran los de un gran señor; y la 
vida de París le sentaba tan bien, que ostentaba, 
no sin un justo orgullo, una florida y animada 
senectud. Mas una vez que se le conocía y se le 

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trataba, se veía que el venezolano persistía, a pe- 
sar del tiempo, del medio y de las frecuentacio- 
nes. Y en sus libros se revela poderoso el espíritu 
hispano americano. Lo propio puede decirse de 
un cubano eminente, D. Enrique Piñeyro. Crí- 
tico de alto valer, pensador ponderado, muy eru- 
dito en literaturas extranjeras y en la española, 
sobre todo, guarda en su espíritu la savia cuba- 
na, el aliento del terruño. Antiguo compañero de 
colegio, amigo de la infancia, amigo hasta los úl- 
timos días, de José María de Heredia, el poeta 
francés, ha publicado, después de varios libros 
sobre asuntos literarios diversos, una monografía 
sobre José María de Heredia. ¿El cubano francés? 
No, el cubano del todo, el autor de la oda al Niá- 
gara. En ese trabajo, dice un periódico, «discurre 
el señor Piñeyro con su acostumbrada sobriedad 
acerca de la vida breve y agitada del cantor del 
Niágara, y a través de su prosa clara como las 
ondas de un río, se destaca con calor y vida la 
figura del gran poeta; se le ve muy joven estu- 
diando a Homero y leyendo la Biblia en la ciudad 
oriental; más tarde le vemos investirse de aboga- 
do ante la Audiencia de Camagüey y ejercer la 
carrera al lado de su ;tío Ignacio en la poética 
Matanzas. 

En esta ciudad se le ve esconderse y huir fugi- 
tivo para desembarcar luego tiritando de frío en 
Boston, peregrinar en varias ciudades america- 
nas enseñando el español, sin saber aún el inglés, 
hasta que apoyado con la influencia poderosa de 

13 



RUBÉN DARÍO 

Roca Fuerte, surge en Méjico como uno de los 
consejeros de Guadalupe Victoria, el primer pre- 
sidente constitucional de aquella república . Allí 
trabaja tranquilo, crea familia, y como obede- 
ciendo a un sino incontrastable, le vemos pronto 
envuelto en los tormentosos acontecimientos po- 
líticos que señalaron el paso por el Gobierno me- 
jicano del general Santa Ana. Mientras tanto 
aquí en Cuba se le había condenado a muerte, y 
cuando, decepcionada el alma y desfallecido el 
cuerpo, pidió y obtuvo regresar a la patria para 
abrazar a su madre, no encontró nave que le tra- 
jera a tiempo, pues antes la muerte, que le venía 
acechando, le arrebató la vida a los treinta y seis 
años escasos de haberla padecido. Y ni aun sus 
restos han podido recogerse, pues cerrado el ce- 
menterio en donde fué enterrado, se mezclaron 
las osamentas para conducirlas al azar a otra 
parte.» 

Tal es la vida del egregio poeta cubano; tal es 
la gran figura literaria cuya biografía traza con 
mano firme y límpida el señor Piñeyro. Si en el 
renombrado crítico hubiese prendido bien la pari- 
sina, la monografía hubiera sido escrita sobre el 
famoso sonetista, miembro de la Academia fran- 
cesa. La hubiera escrito en francés o la habría 
hecho traducir, para que fuera gustada, ante 
todo, por el público parisiense; habría hablado 
muy poco de la época de los primeros estudios en 
la Habana, y habría sido minucioso en recuerdos 
respecto a la intimidad de Heredia con Hugo, con 

14 



LEÍ R A S 

Gautier y con todos los parnasianos; habría ha- 
blado de su salón literario, ,de su biblioteca, de 
sus obras de arte, y el escritor no habría revelado 
su origen de ninguna manera. Para el parisiense 
no existe otro lugar habitable más que París, 
y nada tiene razón de ser fuera de París. Se ex- 
plica así la antigua y tradicional ignorancia de 
todo lo extranjero y el asombro curioso ante cual- 
quier manifestación de superioridad extranjera. 
Ante un artista, ante un sabio, ante un talento 
extranjero, parecen preguntar: ¿Cómo, este hom- 
bre es extranjero y sin embargo tiene talento? Y 
el meteco que se parisianiza llega al mismo gra- 
do de exclusivismo que el legítimo parisiense de 
París . 

El poeta cubano Augusto de Armas llegó a la 
gran ciudad ya poseído de la locura de París. 

Escribió versos franceses admirables, se llenó 
del espíritu luteciano, fué en el barrio latino como 
cualquier joven poeta francés de ensueños y me- 
lena—y se lo comió París. No existía entonces el 
arribismo. El pobre criollo vivía en su ilusión de 
gloria, dedicó poesías a todos los mamamuchis de 
entonces, y fuera de Banville, que le escribió una 
carta amable, nadie le hizo caso. 

Muchos de los que hemos venido a habitar en 
París hemos traído esa misma ilusión. Mas hemos 
tomado rumbos diferentes. Yo he sido más apa- 
sionado y he escrito cosas más «parisienses» an- 
tes de venir a París que durante el tiempo que he 
permanecido en París. Y jamás pude encontrar- 
lo 



RUBÉN DARÍO 

me sino extranjero entre estas gentes; y ¿en dón- 
de están los cuentecitos de antaño...? Gómez Ca- 
rrillo es un caso único. Nunca ha habido un es- 
critor extranjero compenetrado del alma de París 
como Gómez Carrillo. No digo esto para elogiar- 
le. Ni para censurarle. Señalo el caso. El es quien 
dijo, yo no recuerdo dónde, que el secreto de Pa- 
rís no le comprendían sino los parisienses. Los 
parisienses i y él! Si no ha llegado a escribir sus 
libros en francés, es porque no se dedicó a ello 
con tesón. Mas en su estilo, en su psicología, en 
sus matices, en su ironía, en todo, ¿quién más pa- 
risiense que él? Muerto Jean Lorrain, no hay en- 
tre los mismos franceses un escritor más impreg- 
nado de París que Gómez Carrillo. 

Revolviendo nombres y categorías puede ob- 
servarse: Tourguenieff estuvo siempre en la es- 
tepa, Heine en el Walhalla, Wolff y Max Nordau 
en el ghetto, Eusebio Blasco en Fornos, Moreas 
en la Morea, la señorita Vacaresco en Rumania, 
Cantilo y Daireaux en la Argentina, Marinetti en 
Milán, Bonafoux en España... Carrillo es el me- 
teco más parisiense de París. ¡Pues bien! El mis- 
mo Carrillo comienza a reconocer que más de 
una vez se ha sentido desarraigado en la babiló- 
nica metrópoli. Y él no puede quejarse de París, 
que bien se lo pudo tragar como se tragó a Au- 
gusto de Armas y a tantos otros. París le dio su 
gracia verbal, su versatilidad femenina, su son- 
risa y el gusto por el refinamiento de sus place- 
res. Carrillo vino muy joven. Habitó en el barrio 

16 



LETRA S 

latino en un tiempo en que aún existía la bohe- 
mia y se amaba la poesía y el amor buenamente. 
Apenas si comenzaban a causar su efecto los ve- 
nenos baudelaireano y verlaineano. Carrillo al- 
canzó las veladas de «La Plume». Tuvo buenos 
compañeros. Le halagaron desde entonces; le pu- 
blicaron en aquella revista su retrato— un Carri- 
llo adolescente y muy medalla romana— y logró 
una, dos y no sé cuántas Mimís, en la edad más 
hermosa, con cuerpo y alma de estreno . Con el 
tiempo evolucionó, con las ventajas y desventajas 
del medio... No creo que pudiera nunca separarse 
de París, aunque haya llegado a reconocer más 
de una de las falsías y engaños de la adorable 
cortesana que lo hechizó. 



*** 



Acabo de leer un pequeño libro del escritor do- 
minicano Tulio M. Cestero. En estas paginas hay 
una sensación de París, expresada en un diálogo 
de transparente fondo psicológico. El autor ex- 
presa el encanto, el embrujamiento parisiense en 
el espíritu hispanoamericano, y el peligro del tor- 
bellino que atrae. No sé que haya permanecido 
largo tiempo en la ciudad luminosa. Lo que sí sé es 
que ha peleado ruda y bravamente en las revolu- 
ciones de su país, que es, entre los de la América 
revolucionaria, el país de las revoluciones. «He- 
mos hecho la guerra, dice, desde los días deí des- 
cubrimiento . En el alma nacional lidian la triste* 

2 17 



LETRAS 

za del indio, el dolor del negro esclavo y la nos- 
talgia del español aventurero, terrible herencia 
de odios que nos ha hecho un pueblo triste y le- 
vantisco.» Ha descrito, en prosa orgullosa y ga- 
llarda, escenas de las luchas arduas en que ha to- 
mado parte. Deja ver ingenuidades de roca nati- 
va, y en ellas el más puro oro cordial y diaman- 
tes generosos . Aun perfumada el alma del soplo 
de las patrias selvas, llega a Lutecia. Está en el 
bulevar. Párrafos del diálogo que he citado nos 
darán la impresión que buscamos: 

«Marcelo.— El bulevar... ¿Has leído la reciente 
novela del corrosivo ironista La Jeunesse? Cuán- 
tos pensamientos en nuestras tierras de América 
se orientan hacia esta congestionada arteria don- 
de el placer y el dolor forman una ola impetuosa. 
Venir a París, trotar por el bulevar, es la aspira- 
ción tenazmente perseguida de los intectuales, 
políticos, mercaderes y mundanos de nuestras 
tierras calientes. Y casi tienen razón. Es única 
esta vía que encierra un mundo en algunos me- 
tros; ni Picadilly, de Londres, ni Unter den Lin- 
den, de Berlín, ni Broadway, de Nueva York, 
producen esta impresión de onda que acaricia y 
flagela al mismo tiempo; es una corriente que 
arrastra. Sí, pero es un río formado por los ape- 
titos, las ambiciones, los dolores, las alegrías en 
delirio que bajan rugientes de Montmartre, de Ba- 
tignolles, del barrio latino, de más lejos aún, de 
los cuatro puntos cardinales del globo, y en con- 
fluencia forman esta corriente que parece mansa 

18 



i? 



y es pérfida, poderosa, cuyos remansos son las 
terrazas de los cafés. ¡Qué gloria enfrenarla y 
domarla; pero qué energías formidables se nece- 
sitan! Sondear su fondo me marea, y las bascas 
amargan mis labios. 

Andrés.— Por el contrarío, yo siento una sen- 
sación de fuerzas nuevas, alegres, un vehemente 
anhelo de conquistar el aplauso de esos hombres 
y el amor de esas mujeres; de erigirme un pedes- 
tal con las cabezas erguidas bajo las plumas o las 
sedas de los sombreros caros, y me digo cada vez: 
«París, tú serás mío». 

Marcelo .— Ilusión . 

Andrés.— París es inconquistable, indomable; 
olvida en la noche sus amores del alba. Es inútil 
empeño querer aprisionar el agua en el puño. Es 
en las tierras de América, que nuestros padres 
han regado con sangre, donde hemos de realizar 
la acción de nuestros sueños. A París viene todo 
el oro de nuestras minas, en monedas y en pensa- 
mientos; y a los que llegan fuertes, jóvenes, sa- 
nos, con la primavera en el alma, París los de- 
vuelve enfermos, viejos, rotos. Café de la Paix, 
Americain, Maxim's, cocotas, sombreros, sonri- 
sas, grupas. Marcelo ha de sentir el influjo, la 
atracción, y después de una noche blanca, des- 
pués de una borrachera, ha de exclamar al ir en 
el frío de una madrugada parisiense: «Me envuel- 
ve la ola, me desarraiga, me arrastra, en el to- 
rrente, voy aguas abajo . . . Este cielo es un trapo 
sucio y no hay sol, no hay sol... el sol». Cierta- 

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RUBÉN 



D 



R 



O 



mente, en París no sólo hay grupas y sonrisas de 
venta, y cafés alegres. Mas, entre todos los que 
vienen, nadie prefiere Madame Curie a Mademoi- 
selle Liane de Pougy. Y París, sobre todo, es mu- 
jer. Es la hembra. Y Cestero se va al Congreso 
de La Haya y luego partirá para Santo Domingo, 
a pelear quizá con los revolucionarios. Pero don- 
de, por dentro y por fuera, tendrá el sol. Su sol. 




20 




VIDA DE LAS ABEJAS 




espués de haber publicado Maurice 
Maeterlinck su «Vida de las abe- 
jas», vio que su libro era bueno. El 
público y el editor fueron de su 
misma opinión. Así el autor prosi- 
gue en sus incursiones de poeta y de filósofo en el 
reino de la naturaleza. El libro sobre las flores, 
como el conocido sobre las abejas, está libre de 
toda pedantería científica. El autor declara al 
comenzar: «Quiero simplemente recordar aquí 
algunos hechos conocidos de todos los botanistas. 
No he hecho ningún descubrimiento, y mi modes- 
ta contribución se reduce a algunas observacio- 
nes elementales. Claro está que no tengo la inten- 
ción de pasar en revista todas las pruebas de in- 
teligencia que nos dan las plantas. Esas pruebas 
son innumerables, continuas, sobre todo entre las 

21 



R U B E N D A R > O 

flores, en las cuales se concentra el esfuerzo de la 
vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu.» En 
todo naturalista diríase que hay algo de poeta. Y 
todo poeta encuentra motivos de meditación y de 
emoción en las mil formas en que se manifiesta la 
voluntad de vida sobre la tierra. Dos autores que 
fueron de los primeros en la dirección del movi- 
miento simbolista en Francia, dos antiguos idea- 
listas, son los que hoy producen estas obras de 
un género nuevo en que se junta la observación 
científica y la literatura: Maeterlinck y Remy de 
Gourmont. Con la diferencia de que el primero 
ha permanecido fiel al misterio, al más allá, y 
el segundo ha evolucionado hacia una concepción 
absolutamente materialista del universo. Pero 
ambos son escritores de su tiempo, y la «Física 
del amor» debe complacer a quien escribió la mo- 
nografía sobre las abejas, y estas páginas exce- 
lentes sobre las flores. 

Ignoro si tuvo ocasión antes de morir, el lamen- 
tado André Theuriet, de conocer el volumen en 
que me ocupo. Tan sincero y apasionado «fores- 
tier» habría gozado de todo corazón con ver tra- 
tada tan sutil y delicadamente lo que llamaríamos 
el alma de esas cosas tan amables y tan encanta- 
doras que representan como la gracia femenina 
en el mundo de las plantas. Las flores aman, las 
flores tienen designios, las flores luchan y vencen 
en contra de las disposiciones del destino. Uno 
rememora las concepciones de Ovidio; y se llega 
a imaginar que algo que se relaciona con lo hu- 

22 



LETRA S 

mano obra en la planta después de misteriosas y 
extraordinarias metamorfosis. 

En el poema latino Dafne se transforma en 
laurel, Siringa en caña, Narciso en flor de su 
nombre, Driope en loto, Jacinto en flor, Mirra en 
árbol, Adonis en anémona, las Ménades en árbo- 
les, Ayax en jacinto, Apolo en olivo. ¿Quién no 
ha visto, con la ayuda del pensamiento y de la 
imaginación, gestos y ademanes en los árboles, 
coquetería, o modestia, o lujuria, o voluptuosidad, 
u orgullo en el imperio floral? El buen sentido de 
las naciones ha hecho muy justas denominaciones 
simbólicas, y el sencillo y antiguo «Lenguaje de 
las flores» contiene una crecida cantidad de co- 
rrespondencias, como diría un swedenborguiano. 
Es el mismo Sweendenborg quien dice esto: «El 
hombre se asemeja a los animales por las afeccio- 
nes y los apetitos de su natural; se abandona a 
los impulsos de ese apetito y se acerca a los ani- 
males con que tiene más correspondencia y rela- 
ción. De allí viene que en uso ordinario se le com- 
pare con ellos. Si es de un carácter dulce, pací- 
fico, se dice: es un cordero. Si es duro, implaca- 
ble, cruel, se le califica de oso, tigre; si es voraz, 
de lobo; si es glotón, de cerdo; si es engañador, de 
zorro, y así de tantas otras maneras de decir, 
fundadas en las correspondencias entre el hombre 
y los animales; correspondencias o relaciones co- 
nocidas, pero sobre las cuales no se reflexiona lo 
bastante para darnos cuenta de mil cosas, tanto 
naturales como espirituales, que el hombre igno- 

23 



RUBÉN D A R i O 

ra. Esta correspondencia existe también con el 
reino vegetal.» Esta última frase la subraya Ro- 
bert de Montesquiou a propósito de las «Flores 
animadas» de Grandville. Un delicioso poeta me- 
jicano, ya desaparecido, Manuel Gutiérrez Náje- 
ra, animó líricamente también a esas lindas cria- 
turas, en sus versos sobre «La misa de las flores», 
inspirados por unos de Víctor Hugo en las «Chan- 
sons des rúes et des bois». 

J'errais. Que de charmantes choses! 
II avail plu; j'étais croíté; 
Mais puisque j'ai vu íant de roses, 
Je dois diré la vérité. 

J'arrivais tout prés d'une église, 
De la verte église du bon Dieu, 
Oü qui voyage sans valise 
Ecoule chanter l'oiseau bleu, 

Cétaií l'église en fleurs... 

Y en otra poesía también se animan las flores, 
en la que él titula «Celebración del 14 de Julio en 
la floresta»; y en otra aún, «La santa capilla», 
que acaba: 

La bouche de la primavére 
S'ouvre et recoit le saint rayón; 
Je regarde la rose faire 
Sa premiére communion. 

Maeterlinck, por su parte, observa la íntima 
volición de las vegetales familias, sujetas a la tie- 
rra, mas sin embargo, conmovidas por la univer- 
sal ley de fecundación y de vida. Él no trae nada 
nuevo, como lo ha advertido; mas de hechos co- 

24 



LETRA S 

nocidos en botánica él saca consecuencias que 
hacen meditar, une con una suerte común el alma 
de las flores con el alma de los hombres... Saint 
Pierre, el dulce e ingenuo Saint Pierre, aplicaba 
a tales asuntos sus inofensivas filosofías. Mas ya 
hay distancia entre el seráfico abuelo y el creador 
enigmático de Tintangiles, de Maleine, explora- 
dor sombrío de lo desconocido, de la muerte, del 
ensueño, de la previsión, del azar, del destino. 

Es después del descenso repetido a la más obs- 
cura y temerosa de las minas del cerebro, que 
viene el místico moderno, a inclinarse en obser- 
vación sobre el cáliz de una rosa, sobre la blan- 
cura de un lirio. Y a vislumbrar en el fondo de 
todos esos deliciosos aparatos, una luz de proba- 
bilidad consoladora, en el perpetuo enigma en 
que se agita la humanidad desde lo recóndito del 
tiempo. 




25 




LUIS BONAFOUX «BOMBOS Y PALOS» 




as apariencias: Luis Bonafoux, 
hombre terrible... La realidad: 
Luis Bonafoux, hombre suave y 
cordial... Quien dice el hombre, 
dice el escritor. Porque conven- 
ceos de que la frase de Bouffon— que general- 
mente se cita mal,— se debe entender al revés: el 
hombre es el estilo. Por lo general, en lo físico, 
se observa que las personas robustas, los colo- 
sos, los hércules, los fuertes, son de carácter dul- 
ce y más propensos a la alegría que al humor 
agrio y melancólico. En lo moral sucede lo mis- 
mo: guardaos de las almas flacas, de las almas 
pálidas. Luis Bonafoux es un amante de la justi- 
cia, y su pasión lo ha llevado a veces hasta la 
crueldad. Y ese vociferador, ese combatiente, ese 
perseguidor, ese «maitre aux in jures» que apare - 



27 



RUBÉN DARÍO 

cera a veces como un espíritu tendente al odio y 
a las más ásperas venganzas, tiene en el fondo 
desmayos hacia la caridad, aflicciones de altruis- 
mo, consagraciones de sacrificios, ímpetus de ter- 
nura que parecerían increíbles. Cuando le oigo 
en ocasiones, o cuando leo algunas de sus acidas 
páginas que terminan generalmente en un suspiro, 
en una sonrisa o en una lágrima, recuerdo aque- 
lla admirable figura de abuelo gruñón y tan sen- 
sible que encarnó Hugo en el M. Guillenormand 
de Los Miserables. O, en lo contemporáneo y de 
carne y hueso, evoco la memoria de una Luisa 
Michel o el aspecto de un Rochefort, de un Mala- 
testa, o de un León Bloy, plumas furiosas por ex- 
ceso de amor, cada cual en su ambiente de ideas, 
o en su ráfaga de aspiraciones. 



La obra de Bonafoux demuestra lo vano de la 
diferencia que ha querido hacerse entre escrito- 
res y periodistas. No existe después de todo sino 
esto: hay periodistas que saben escribir y perio- 
distas que no saben escribir; hay quienes tienen 
ideas y quienes no tienen ideas. Y, como decía 
una vez el sesudo y acre Paul Groussac, más o 
menos: hay quienes no escriben ni bien ni mal; 
¡no escriben! Mas hay artículos de periodista que 
valen, por fondo y forma, lo que un buen libro. 
Desconfiad de la fecundidad, de la cantidad. De 
Magnard díjose que escribía sonetos políticos. 

28 



i? 



Las crónicas de Bonafoux serían así sonetos, ron- 
deles, letrillas, sin rimas: aladas, picantes, lige- 
ras, pesadas, con su poco de miel, con su poco de 
amargura, tal como hubieran podido complacer 
a cierto ruiseñor alemán que anidó en la peluca 
de Voltaire según confesión propia, y a quien 
también se puede colocar entre los «periodistas» . 
¿No es un periodista ya aquel Séneca antiguo que 
nos ha dejado tan singulares «crónicas» avant la 
lettre? 

Para buscar antecesores a Bonafoux no hay 
necesidad de ir a extranjeras tierras. Sus abuelos 
mentales están en España. Se ha hablado de Hei- 
ne. Pero ¿no es Cervantes uno de los espíritus que 
más influencia tuvieron en el atormentado y ma- 
ravilloso teutón? Estaba yo releyendo en estos 
días el «Gentón epistolario» del bachiller Fernand 
Gómez de Cibdareal, cuando recibí la reciente 
obra «Bombos y Palos»; y leyendo el libro nuevo 
observé que a través de largos siglos, había más 
de una relación ancestral con el libro viejo. He 
allí otro periodista, aquel bachiller que escribía, 
antes de Barrionuevo, sus cuartillas a las perso- 
nas, como hoy se escriben a los diarios. Mas la 
vida moderna y la lucha del vivir, y los años que 
dejan ver lo amargo de las cosas humanas, han 
puesto en mi amigo Bonafoux una acritud que no 
desea disimularse, y que aparece casi siempre en 
su producción. 

¡Por Dios! Encontramos gentes que de todo 
sonríen, o ríen, satisfechos, y que todo lo encuen- 

29 



RUBÉN DARÍO 

tran excelente en el mejor de los mundos posi- 
bles. No está mal que ante la fácil «candidez» sur- 
jan de tanto en tanto los protestantes contra las 
inevitables miserias en las tragedias y sainetes 
de la hostil existencia cotidiana. Y luego, a des- 
facer entuertos. He allí la parte del eterno Quijo- 
te, en el defensor de los débiles, sin curarse de si 
una vez los galeotes libertados, no se volverán 
contra él y le lapidarán, como es muy de razón 
que así sea. ¡Y el amor de la verdad, el peligroso 
amor de la verdad! Decir la verdad, gritar la 
verdad, a riesgo de las naturales consecuencias, 
y prestar para ello su vocabulario al argot, a los 
clásicos, a Quevedo sobre todo, y, sin temor a lo 
escatológico, ¡al mismo general Cambronne! Y 
en seguida gemir por un niño mártir, por un do- 
lor ajeno, por una tristeza que necesita consue- 
lo... Bonafoux el Feroz se convierte en San Luís 
Bonafoux. 



* * 



Al recorrer este último libro, no puedo menos 
que pensar: ¡Si Bonafoux escribiese sus memo- 
rias! Pues hay aquí las más sabrosas páginas so- 
bre españoles e hispanoamericanos en París. Ar- 
tistas, escritores, diplomáticos, hombres de bien 
y pillos están tratados conforme con sus merecí* 
mientos. Y desenfadadamente, para unos maneja 
el sonoro instrumento en que por lo general se per- 
cute la piel de los asnos; para otros, también des- 

30 



LETRA S 

enfadadamente, emplea un nudoso garrote. So- 
bre todo, no caben en él disimulo y engaño. Men- 
tir i nescio. Mas, en medio de esas tareas, no des- 
cuida el ir una que otra vez a dar una vuelta por 
su jardín. Y allí están, cultivadas casi con pudor, 
casi a escondidas, bellas rosas de arte, frescos li- 
rios de sentimiento, frías y pomposas hortensias 
de fantasía. Lo cual no obsta para que, en cuanto 
sale de nuevo a la diaria faena, no deje de gritar 
por ejemplo: ¡Vaya cardo! y lo dé por espuertas 
a los que de ello han menester. 

En Asnieres, lugar florido, lejos de los ruidos de 
París, tiene hace tiempo su casa de trabajo y de 
reposo, al amor de su familia, pues es varón de 
orden y de hogar. Cuando viene a París, casi 
siempre está acompañado. La persona que con él 
podéis ver, puede ser un príncipe destronado, un 
periodista, un hombre de negocios, un anarquis- 
ta. Unos le buscan por asuntos de bombos y otros 
por asuntos de bombas... Tal su ministerio. 

Tiene larga fama. Hay quienes en Río Janeiro, 
o en Tánger, leen tales o cuales diarios por el 
artículo de Bonafoux. Y lleva la carga de su ta- 
lento, con talento. Y la cinta de la Legión de Ho- 
nor, con honor. 



31 




EN EL PAÍS DE BOHEMIA 






e visto varias veces el «Glatigny» 
de Catule Mendés. Es un bello es- 
pectáculo. Bello como el ensueño 
y triste como la vida. Glatigny, 
príncipe y fauno de un cuento im- 
probable, es un personaje de ayer no más, de 
carne y hueso; poca carne, huesos largos, pálido 
y soñador, nefelíbato y lascivo, que murió tísico 
por una equivocación. Un bohemio. Muchos ami- 
gos suyos existen aun, entre ellos el mismo Men- 
dés. Vive también un su hermano, en provincias. 
Y Camille Pelletan, el que fué ministro de Mari- 
na, también fué de sus compañeros y acaba de 
hacer de él este amable retrato: «Sí, dice, he co- 
nocido a Glatigny y su figura era de las que uno 
no olvida. Pocas he visto tan extrañas y tan po- 
tentes. Este pagano furioso parecía descender por 



RUBÉN DARÍO 

cierto lado del Sátiro de Víctor Hugo, suelto en 
los bosques llenos de ninfas y de náyades, ebria 
el alma de las florestas; y es sin duda por un re- 
cuerdo de familia que ha escrito un día: 

Et je danse dans 1'herbe avec des pieds fourchus. 

Pero por otro lado de su genealogía, la sangre 
que corría en sus venas era bien gala: descendía 
de Rabelais por Panurgo. Tenía de él la risa esta- 
llante, el don de las bromas enormes, la pasión de 
las aventuras y la alegre imprevisión. Debo agre- 
gar que no era todo lo que esa naturaleza valien- 
te y leal había tomado al compañero bastante co- 
barde y bastante perverso de Pantagruel, de Epis- 
temón y de frére Jean des Entommeures. Cómo, 
con ese doble origen, nació hijo de gendarme en 
su muy prosaico chefíieu de cantón de l'Eure, es 
lo que sería difícil de explicar. Sabéis que, como 
el mundo contemporáneo no tiene lugar para los 
seres fantásticos de antes, él se encontró arroja- 
do en la existencia azarosa de los personajes de 
la novela cómica de Scarron: cómico errante co- 
mo Destín o La Rancune; yendo de escena de pro- 
vincia a escena de provincia; tan detestable actor 
por otra parte (no lo ocultaba él mismo) como ex- 
celente poeta». 

Hugólatra, discípulo de Banville, compañero de 
Baudelaire, de Mendés, de los jóvenes poetas que 
hoy peinan canas o duermen en la tumba, Gla- 
tigny vivió en un tiempo de entusiasmo que hoy 

34 



LETRA S 

nos parece tan lejano, y exprimió el jugo de sus 
«viñas locas» y lanzó, lleno de un fuego apolíneo, 
sus «flechas de oro». No pensó nunca en el maña- 
na. Le persiguió naturalmente la miseria; le abru- 
mó la vida de café; le engañaron los colegas, las 
mujeres, el éxito, las máscaras: la Gloria, ella no, 
no le olvidó. 

Glatigny es uno de tantos Don Quijotes como 
vagan por el mundo. Solamente, en el drama fu- 
nambulesco de Mendés muere sin recobrar la cor- 
dura . Su Dulcinea, sus visiones, hechas de fanta- 
sía y deseo, le acompañan en la agonía, y, segu- 
ramente, aunque sin confesión y sin buen sentido, 
se va a la mortal sombra misteriosa, más feliz. 
Se va para siempre en su postrer «salida». 



He aquí el drama: En un pequeño pueblo nor- 
mando vive Glatigny, con su padre, un simple 
gendarme. El poeta, que como ya sabéis, si tiene 
en el alma una estrella, esa estrella está encerra- 
da en el cuerpo de un sátiro, que danza sobre la 
hierba con sus pies hendidos, el poeta está en va- 
gos amoríos con la empleada del correo, Emma, 
pobre mujer que está ciertamente enamorada del 
fantástico joven, y que, mayor que él, le quiere 
casi maternalmente. Una compañía de cómicos de 
la legua pasa por el pueblo. Están sin un cuarto 
y quieren irse sin pagar el hospedaje. Así, de no- 
che, comienzan a poner en práctica la fuga. En- 

35 



RUBÉN DA R 1 O 

tre ellos hay una guapa mocetona, Lizane, queri- 
da de uno de los cómicos, Fassin — pues hay allí 
tres de los que figuran en las Odas funambules- 
cas de Banville: Neraut, Fassin y Grédelu. En 
momentos en que Lizane ha saltado por una ven- 
tana a la calle, medio vestida, Glatigny sale de 
casa de Emma; al ruido se esconde Lizane en un 
boscaje próximo. Glatigny la divisa y corre hacia 
ella. El sátiro y la ninfa. Palabras, audacias, ver- 
sos lindos. Glatigny se enamora y, con anuencia 
de Lizane, que le ha contado la vida de los poetas 
de París que ella conoce, allá en el café— ¡sueños 
de Glatigny!— se va con los de la farándula a la 
capital, no sin antes pagar, con dinero que le ha 
dado la misma Lizane, la cuenta del hotelero; y 
halagado por la canción que es como la Marselle- 
sa de sus ensueños: 

Avec nous Ton chante et Ton aime! 
Nous sommes fréres des oiseaux. 
Croissez, grands lys! chaníez ruisseaux! 
Eí vive la sainte Bohéme! 

Y en el pueblecito queda la triste Emma, que 
ha hecho todo lo posible con sus súplicas para 
que la voluptuosa cómica errante le deje a su 
amado. 

En el acto segundo Glatigny está ya en París, 
y en casa de Émile de Girardin que está para ser 
nombrado ministro, y cuya secretaría va a solici- 
tar el bohemio. Mal vestido, pero ya con cierta 
fama y con un tupé colosal, comienza en la ante- 

36 



R 



sala del periodista famoso y rico por comerse los 
bizcochos y beberse el oporto de los visitantes. 

Entra en esto Mme. d'Elfe, una embajadora— 
la célebre princesa de Meternich, que aún vive 
en Viena- llena de elegancia y de gracias. Vie- 
ne a politiquear, intrigante y buena amiga de Na- 
poleón III, con Girardin. Diálogo lleno de curio- 
sas cosas, entre poeta y embajadora. Ella queda 
sorprendida y contenta de las ocurrencias y ga- 
lanterías del flaco y lírico tipo, que le confía su 
calidad de poeta y de actor y que incontinenti le 
hace unos versos, que escribe en un precioso car- 
net de la princesa. Ésta arranca la hoja escrita, y 
ofrece el carnet a Glatigny, que rehusa el regalo. 
El carnet está cubierto de piedras preciosas. En 
cambio pide la rosa roja que adorna el tocado de 
la alta dama; la cual accede, pero viendo que el 
galante hombre va a besar la flor, le dice orgullo- 
sámente: 

...Pourtant quelque jour de peine plus élrange 
Et moins fiére, s'il vous plaisait de faire I'echange, 
N'hésiíez pas. N'imporíe quand, et n'imporle oü, 
Renvoyez moi la fleur, vous aurez le bijou. 

...Je ne crois pas vous la rendre jamáis! 

exclama Glatigny. Y envuelve la rosa en un autó- 
grafo de Banville que él guarda preciosamente. 
La conversación sigue hasta la llegada de Girar- 
din, al cual pide la princesa que modifique un ar- 
tículo que está ya en prensa. El diarista accede, 
manda suspender la tirada y busca a su secreta- 

37 



RUBÉN DARÍO 

rio, que ha partido; la princesa le recomienda a 
Glatigny, que empieza al instante sus funciones... 
que abandonará pronto por voluntad propia. Sale 
Girar din. Y entra Lizane, que había quedado fue- 
ra esperando al poeta. Conversación agitada. Li- 
zane manifiesta que, una vez más, quiere dejarle, 
e ir a probar fortuna en calidad de cocota. 
— ¿Ah? ríe Glatigny. 

. . .Oui, j'ai faií empleíte, 
D'un nom ducal, chez la marchande de toilettes 
Hermine de Bréda. 

Está bien. Y se despiden. No sin que antes le 
aconseje Lizane al abandonado que se junte con 
la hija de un músico de cervecería, la adolescente 
Cigalón, no bonita, pero que está profundamente 
enamorada de él. El acto acaba con la salida de 
Glatigny de su famosa secretaría y con el horror 
de Girardin y la risa de los que llegan y acaban 
de leer el diario recién aparecido. ¡El loco había 
escrito en verso el artículo dictado! 

Tercer acto. La cervecería des Martyrs, que 
M. Audebrand acaba de desenterrar en uno de 
sus últimos libros. Centro de la bohemia, lugar en 
que se encuentran todos los comedores de azur y 
bebedores de toda clase de cosas, pintores, mú- 
sicos, poetas melenudos, batalladores, templo tu- 
multuoso en que se lanzan las más raras parado- 
jas, se ríe, se combate, se besa a las muchachas 
y se imaginan todas las filosofías y locuras. El 
icono de ese lugar es el de Mürger . Allí aparecen 

38 



R 



personajes como Olivier Metra y Courbet, tipos 
como el del fracasado Aíorvieux, que son de todos 
los tiempos, y el coro de buscadores, de seguido- 
res, de acólitos, de bohemios. Glatigny está deses- 
perado por la separación de Lizane, y no com- 
prende o no hace caso de la pasión ingenua de la 
pobre hija del músico de Cigalón, que procura 
darle algún consuelo. Ella sabe por qué sufre el 
poeta y le dice sus más suaves palabras y le anun- 
cia que la otra ha de volver, que no sufra, que 
pronto ha de verla. Y Lizane vuelve, porque su 
amante, el cómico Tassin, está preso, porque no 
solamente vive de ella sino que ha robado. Y en- 
gaña de nuevo a Glatigny, que cree ciertas sus 
promesas de amor, sus frases que le enloquecen. 
La desventurada Cigalón ve el gozo del que ama 
por el retorno de Lizane, y llena de pena, al ver- 
los partir juntos, va a llevarse a su padre, al mú- 
sico r até, comedor de haschis, que vive su mise- 
ria en paraísos artificiales; y cuando quiere le- 
vantarle de la mesa en que está inclinado, le en- 
cuentra muerto. 

En el acto cuarto Glatigny está unido a Emma 
y ambos trabajan en la Alhambra, ella en su re- 
repertorio cantaridado, él como improvisador. El 
público ve, al mismo tiempo, el escenario de la 
Alhambra, el cuarto de vestirse de Lizane y el de 
las demás artistas. Lizane, en una escena se mues- 
tra triste y de mal talante; y como Glatigny la 
pregunta el motivo, ella le hace ver que necesita 
dinero, bastante dinero, para vivir sólo para él, 

39 



RUBÉN DARÍO 

una vida de amor... El desastrado soñador se 
desespera... y por fin promete a la pérfida el dine- 
ro. Tiene allí cabalmente la rosa ya seca de la 
princesa d'Elfe; y en una salida que hace Lizane 
a escena, él envía a la princesa, que casualmente 
está en un palco, la rosa. Y en seguida recibe el 
carnet, que pasa a manos de Lizane . A esto ha 
venido a buscarla Tassin, que ha cumplido el 
tiempo de su prisión, y ella se va con él, mientras 
Glatigny improvisa ante el público, acompañado 
por el violín de Cigalón... La desesperación de 
Glatigny es inmensa, y mayor la de Cigalón, que 
ha de echarse al Sena en breve. 

El último acto. El poeta, el amante pródigo, ha 
vuelto a su pueblo natal, ya tísico; y vive unido 
a Emma, que le recibió con los brazos y el cora- 
zón abiertos. Él guarda el recuerdo de sus pasa- 
dos días. En su gastado cuerpo no han muerto ni 
el soñador ni el sátiro. Pero la enfermedad ha ga- 
nado ya mucho terreno, todo el terreno. Y cuan- 
do llega la noche y Emma le acuesta, después de 
un acceso, él finge quedarse tranquilo, dormir. 
La buena mujer se va confiada a su reposo. Y el 
lunático, el Quijote de la rima y de la carne, se le- 
vanta, como en un delirio. Le ha vuelto más viva 
que nunca su locura; busca su maleta vieja, sus pa- 
peles viejos, y sale a proseguir sus aventuras, sale 
a la calle, y al campo, sobre la nieve... Y muere en 
su sueño, con el beso de la esperanza en los labios: 

Bah! je leur reviendrai chargé d'or cí de gloire! 
40 



L E T R A S 

Ahí le encuentran por la mañana, helado de 
muerte y de nieve. 
— «Pauvre petit!»— suspira la pobre Emma. 

»** 

De uno de los pasados dramas en verso de Men- 
dés decía Jules Lemaitre que parecía escrito por 
Víctor Hugo. Este parece escrito por Rostand, 
siendo asimismo y por lo ta<nto huguesco, de un 
Hugo modernizado. Hay en Glatigny bastante de 
Cyrano. ¿No son ambos hermanos por la luna y 
por el quijotismo? Al uno le amortaja el otoño, al 
otro el invierno... A ambos hieren amor e imposi- 
ble. Mendés ha hecho todo lo que ha querido, con 
su talento tan fuerte, tan bello y tan flexible. Ha 
hecho cosas como Hugo, como Leconte de Lisie, 
como Banville, como Baudelaire, como Verlaine, 
como los parnasianos, como los simbolistas, como 
los decadentes. Y además, como Mendés. Tiene 
una obra enorme y varia, y un espíritu siempre 
fresco y vivaz. Es, indudablemente, un gran vir- 
tuoso; pero es también, indudablemente, un gran- 
de y magnífico poeta. 



41 




EL MILAGRO DE LA VOLUNTAD 




l acabar de leer un reciente libro de 
León Daudet, La lutte, he sentido 
un gran bienestar. He pasado una 
colina para ir a ver el Océano. 
Venía sobre las olas un viento 
sano. El día estaba un tanto ardiente, mas sopla- 
ba frescor la inmensidad marina. Y pensé: la vida 
es hermosa; la naturaleza es la concreción de la 
vida. El hombre debe encontrar en la aflicción de 
su pensamiento su propia esperanza. Aproveche- 
mos el lado sonriente del misterio. Seamos los 
perseguidores de la alegría. Más de la mitad de 
la alegría, si no toda la alegría, está en la salud. 
Seamos los perseguidores de la salud. Dediqué- 
monos a ella hasta conseguirla lo más completa 
posible. Mantengamos los órganos de nuestro 
cuerpo lo mejor que podamos. Más hace por nues- 



43 



RUBÉN DARÍO 

tras penas morales nuestro hígado que nuestras 
penas morales mismas. 

El amor completo, el sabor de la gloría, el im- 
pulso generoso, la concepción luminosa, necesitan 
del buen estado de nuestras visceras. La ciencia 
de las ciencias se llama Higiene. 

Mientras nuestra alma permanece en su casa 
de carne, nuestra alma es fisiológica... Ordené- 
mosle bien su casa. Con nuestro principal poder, 
con nuestra principal riqueza: la voluntad... De 
pronto observo: ¿este optimismo no será sospe- 
choso? Arthur Symons ha escrito: «La mayor 
parte de los que han escrito de una manera seduc- 
tora sobre el aire libre de lo que llamamos las 
cosas naturales y florecientes, han sido enfermos: 
Thoreau, Richard Jef fríes, Stevenson. El hombre 
fuerte tiene tiempo de ocuparse en otra cosa, 
puede abandonarse a pensamientos abstractos sin 
tener un lanzamiento al cerebro, puede perseguir 
objetivamente las consecuencias morales de la 
acción, no está condenado a los solos elementos 
de la existencia. Y en su tranquila aceptación de 
los privilegios de la salud ordinaria, no encuentra 
ningún lugar para ese éxtasis lírico de las accio- 
nes de gracias que un día claro o una noche tran- 
quila despierta en el enfermo.» ¿Y si para la exal- 
tación del arte el hombre «sano» no existe, por lo 
menos en lo que toca al aparato nervioso? Tanto 
mayor razón entonces de fortalecernos y mante- 
ner en el mejor estado posible el mecanismo de la 
máquina animal. Y en tal caso, evitar ante todo 

44 



L E T R A S 

cualquiera de las puertas señaladas con un peli- 
groso signo mágico, por las cuales se entra en los 
paraísos artificiales. Epicuro, Anacreonte, se 
quedan a la entrada. Ornar Kayam, Poe, Musset, 
Quincey, Verlaine, penetran, y cuando retornan 
vienen pálidos de haber visto el infierno de los 
infiernos. 



**'* 



El personaje principal de la novela de León 
Daudet es un joven médico que en lo mejor del 
goce de su fresca juventud se siente presa de la 
tuberculosis. Para calmar sus males, o por el 
terror de su dolencia irremediable, se entrega a 
la morfina. Entre las más horribles agitaciones 
de su vicio, cuando el remedio ha resultado peor 
que la enfermedad, una resolución firme, ayudada 
por la constancia de buenos espíritus, por un no- 
ble amor, y a la verdad, por los medios que puede 
procurar una fortuna, triunfa de todo el daño. La 
voluntad ha vencido a la tuberculosis y a la mor- 
finomanía. Esa es toda la novela. Los incidentes 
son variados y curiosos. El estilo es el que el 
autor ha hecho admirar por su vigor y concentra- 
ción en obras anteriores. 

Pierre Guisanne, el héroe, a pesar de su dedi- 
cación a la medicina, «n'est pas un savant, c'est 
un artiste», como pensaban sus camaradas; y al 
sentirse tuberculoso ha de haber recordado qui- 
zás ciertas palabras de Thomas de Quincey, en 

45 



RUBÉN DARÍO 

las que se refiere a que «bien podría ser (el opio), 
y lo pienso según un hecho absolutamente con- 
vincente para mí, el único remedio que haya, no 
para curar cuando ya ha estallado, sino para de- 
tener, cuando se halla en estado latente, la tisis 
pulmonar, ese azote tan temible en Inglaterra.» 
Guisanne se deja poseer del espanto de la muerte 
inevitable. El opio, o su alcaloide, le libra de la 
fatal idea fija, le crea un estado de alma nuevo, 
le mata el miedo. Ante la perspectiva del anona- 
damiento en la tumba, se acelera su deseo de 
vivir. Se impone el soplo de la vida ardiente. Él 
va en un querer frenético al placer y a la embria- 
guez que le hace aprovechar la eternidad de los 
instantes. La furia del gozo por la inminencia del 
aniquilamiento. Recuérdense las admirables pá- 
ginas de Renán en la Abadesa de Jouarres. Es un 
«parisiense», una «persona muy parisiense>, ese 
joven deseoso de todos los goces y que lleva la 
existencia de Pañs como la más agradable de las 
cargas. Su viejo padre vive en provincia, es un 
sabio discreto. Él cumple con el programa del 
buen vividor en la capital de las capitales: amigos 
diversos, también «muy parisienses», queridas, 
diversiones, elegancias, citas, adulterios, ventajas 
de soltero. Hay tipos perfectamente delineados y 
copiados, seguramente, de lo vivo, de los conoci- 
mientos de M. Daudet; gentes de letras, ridículos 
y malos, exquisita canalla; mujercitas, «snobi- 
nettes», como dicen en París, impregnadas de 
vicio y de vicios; donjuanes vaudevillescos, y, 

46 



LETRA S 

demás está decirlo, cocotas de fama y clubmen; 
y también generosas almas, excelentes corazo- 
nes, varones de bondad y experiencia, y un lirio 
de mujer, la novia salvadora. Cuando de repente, 
brota la primera sangre por la boca y el gozador 
contempla en su imaginación el fantasma de la 
tuberculosis, todas las ilusiones se vienen abajo. 
Alguien turba la fiesta... El se hace ver por uno 
de sus profesores, Contrat, hombre de seso y con 
conocimiento del mundo. «La voluntad, le dice, 
es lo contrario de la preocupación. Ella es un es- 
fuerzo momentáneo, pero serio, en tanto que la 
preocupación es una vana y constante «revérie»... 
¿Sois creyente? Guisanne le contesta que es casi 
indiferente en materia religiosa. Que ha nacido en 
la religión católica, que tiene simpatía por las 
ideas de libertad que hay en ella y que son un feliz 
contrapeso al fanatismo materialista; pero no prac- 
tica desde la edad de doce años, desde que perdió 
a su madre. «Je vous avoue que n'ai pas prié...»— 
¡Ah, tanto peor!, dice Contrat. «Contrat se había 
levantado y venía hacia mí lentamente, como si 
hablase a sí mismo en una semimeditación.— «Sí, 
he notado que los creyentes resisten más, en ese 
caso, que los otros. Es una escalera que hay que 
volver a subir... y ellos tienen una rampa; ¿com- 
prendéis? Os parecerá divertido que el viejo maes- 
tro os hable de este modo. Ciertamente, yo he sido 
un famoso escéptico. Pero estoy en vía de evolu- 
cionar. Mi sobrina Blanca es tal vez la causa..., o 
la experiencia. . . , o el trabajo de los abuelos en mí . . . 

47 



R U B E N DARÍO 

En todo caso vuestra sensibilidad ha permane- 
cido cristiana. Sin duda. Y bien, mi querido hijo, 
poneos en la actitud moral que corresponde a la 
esperanza del milagro lo más a menudo que po- 
dáis. Quiero decir, implorad de vuestra voluntad, 
de las fuerzas desconocidas, de lo que gustéis, la 
curación súbita y radical. . . Hay un estado de re- 
ceptividad moral para el bien como para el mal; 
eso es lo que es verdad, y los tejidos no son in- 
sensibles a eso. El escepticismo predispone a la 
ruina.» 

Esto constituye la base principal de la fabula- 
ción, que hay que considerar como tomada de 
algún ejemplo viviente, ya que no relacionada 
con el más útil, digno y generoso de los casos 
autobiográficos. Así, pues, Guisanne, con todo, y 
su respeto por el profesor, se deja vencer por el 
terror inmediato, y antes que recurrir a la fuerza 
voluntaria o a la fe religiosa, se intoxica. 

Un compañero médico le dice: «Yo no me atre- 
vo a aconsejarte el opio porque es contrario a 
todas las doctrinas corrientes... y luego es el dia- 
blo para librarse de él. . .» El enfermo vacila, pero 
después cae en la tentación. El opio le engaña, le 
hace vivir en sus delicias ficticias, y le aleja la 
idea de la muerte. Al recurrir al opio en su situa- 
ción—lo he dicho,— Guisanne ha debido recordar 
a Thomas de Quincey. El caso es casi el mismo, 
hay demasiada similitud. Y tanto más si se re- 
cuerda que el autor inglés pudo vencer también 
en absoluto su vicio, nada menos que después de 

48 



LETRA S 

más de cincuenta años de ser dominado por él. 
La voluntad fué seguramente más poderosa al 
luchar con triple fuerza de hábito y triple terreno 
ganado. Es verdad que de Quincey confiesa que 
la primera vez empleó el opio para calmar una 
fuerte e invencible neuralgia dental, y otra vez, 
más tarde, por una molestísima dolencia del estó- 
mago. Mas en una parte de las Confesions ofan 
opium eater, dice claramente: «Al principio de 
mi carrera como comedor de opio, había sido 
señalado como una futura víctima de la tisis pul- 
monar, y me lo habían dicho más de una vez. 
Bien que las conveniencias humanas hubiesen 
hecho acompañar esa sentencia sobre mi suerte 
de palabras alentadoras; que se me haya dicho, 
por ejemplo, que los temperamentos varían a lo 
infinito, que nadie podía fijar límites a los recur- 
sos de la medicina o a defecto de los remedios a 
las fuerzas curativas de la sola naturaleza, no era 
menos preciso un milagro para quitarme la con- 
vinción de que era un caso condenado. Tal era el 
resultado definitivo de esas comunicaciones agra- 
dables; era bastante alarmante y llegaba a hacer 
más aun por tres motivos. Primero, esta opinión 
era formulada por las autoridades más fidedignas 
del mundo cristiano, conviene a saber los médicos 
de Clifton y de las fuentes termales de Bristol, 
que ven más enfermedades pulmonares en un año 
que todos sus colegas de Europa en un siglo; esta 
afección, como he dicho, era un azote muy propio 
de la Gran Bretaña, pues depende de los accidentes 

4 49 



RUBÉN DARÍO 

locales, del clima y de las variaciones continuas 
que sufre. No era, pues, sino en Inglaterra donde 
podía estudiarse; para profundizar ese estudio era 
preciso visitar los alrededores de Bristol, etc.» 

Y en otra parte: 

«El lector sabe que cuando llegamos a los cua- 
renta años, todos somos locos o médicos, según 
el proverbio de nuestros abuelos («fool or phy si- 
cien»)... Presumo que ese proverbio significaba 
esto: que a esa edad se puede exigir de un hombre 
que acepte la responsabilidad de su propia salud. 
Es, pues, de mi deber ser, en ese sentido, un mé- 
dico, de garantizar, en cuanto la previsión huma- 
na puede garantizar algo, mi propia salud corpo- 
ral. En cuanto a eso, lo he logrado, según testi- 
monios prácticos y ordinarios. Y agrego solemne- 
mente, que sin el opio no hubiera logrado eso. 
¡Hace treinta y cinco años, sin duda ninguna, que 
estaría enterrado!» 

A Guisanne también le sirvió de mucho el opio 
o la morfina. 

Mas, como a Quincey, el exceso le trajo un sin- 
número de penalidades, de sufrimientos que cons- 
tituían otra y más terrible enfermedad. «No hay 
enfermedad peor que el alcohol», decía Poe. Que 
la morfina, dicen los morfinómanos. Y al descri- 
bir los temerosos efectos del abuso, León Daudet 
parece que pone las impresiones de su propio in- 
dividuo. Así Santiago Rusiñol, otro victorioso, ha 
escrito una página alucinante sobre esos mismos 
terroríficos efectos. 

50 



i? 



El héroe de esta novela de Daudet, después de 
una inaudita brega consigo mismo, ayudado de 
buenos consejeros, se resuelve a ir a un sanatorio 
alemán, donde un especialista ha de librarle de 
su fardo infernal de pesadillas. Allí la ciencia 
hace lo que puede lograr; mas es el ejercicio de 
la voluntad el que, en resumen, realiza el ver- 
dadero milagro. Un alma nueva nace, o más bien, 
el alma ligada y prisionera rompe sus hierros y 
cuerdas. 

En todo esto hay escenas incidentales de un 
positivo interés y descritas de modo magistral. 
En ciertas partes, no se puede menos que recor- 
dar que el autor tiene una íntima herencia del 
creador de Jack y de Petit Chose. El hermoso 
optimismo fundamental no hace sino realzar y 
dorar del más bello oro espiritual esta obra bien- 
hechora. 

El fondo religioso y consolador es tanto más de 
admirar, cuanto que viene de un trabajador vigo- 
roso de ideas y de sensaciones, de un hombre nu- 
trido de ciencia, y de un criterio no por cierto 
empapado en aguas de azúcar sentimentales. No 
es una pluma afeminada y dulce la que ha escrito 
cerca de veinte volúmenes, todos masculinos y 
combativos, o nutridos de ideas medulares o re- 
veladores de músculo y garra, como L'Astre Noir, 
Lep Awrticoles, Le Kamtchatka o Le Voyage de 
Shakespeare. 

Y no es sino harto conocida su potencia de pú- 
gil en los encuentros periodísticos y entre las 

51 



RUBÉN 



D 



RIO 



apacherías de la política. Su libro reciente es un 
libro de bien. Más de un enfermo de la voluntad 
encontrará alivio y tal vez curación en esas pági- 
nas saludables. 




52 







EL BRASIL INTELECTUAL 




lguna vez he hablado de mis im- 
presiones respecto a la intelectua- 
lidad de la República del Brasil. 
Nunca olvidaré mis días de Río Ja- 
neiro, donde tuve ocasión de cono- 
cer un núcleo de escritores y poetas que desper- 
taron en mí una cordial simpatía y una alta esti- 
mación mental. El gran Machado de Asís, en su 
vivaz y alerta vejez, respetado y querido por to- 
dos como glorioso patriarca de la patria literatu- 
ra; José Verissimo, el maestro cuya crítica es ad- 
mirada y señalada entre las labores de valor su- 
perior; un perito de ideas que en cualquier centro 
europeo estaría en puesto de autoridad conside- 
rable; Graca Aranha, el novelista que ha adqui- 
rido por potencia y riqueza ideal y por verbo ad- 
mirable una de las más puras glorias en las letras 



53 



RUBÉN DARÍO 

portuguesas en general, y que, según opiniones 
como la del célebre conde Prozor, ha escrito la 
mejor novela de estos últimos tiempos, su Ca- 
naan, cuya versión castellana es obra de Rober- 
to Payró; Olavo Bilac, el poeta, uno de nuestros 
más gentiles poetas latinos, cuya prosa es de los 
más elevados quilates y cuyo don oratorio cauti- 
vó a los que oyeron su musical y fecunda palabra 
en la Argentina, y tantos otros que forman en la 
capital fluminense una agrupación de activos y 
productores cerebros que son la mejor corona de 
su patria, cuya tradición de cultura, que viene 
desde los primeros tiempos imperiales, ha formado, 
al lado de la preeminencia social, una aristocracia 
de la inteligencia, que en su cohesión y en su in- 
tensidad de producción— a pesar de las propias 
que jas —lleva la primacía en todo el continente. 

En el elemento joven pude apreciar más de un 
vigoroso y lozano talento. Entre ellos llamó mi 
atención Elysio de Carvalho, de quien conocía las 
primeras obras y el plausible entusiasmo y la pa- 
sión artística siempre sincera. 

En los últimos movientos de ideas que se han 
desarrollado y han triunfado en el mundo lite- 
rario, ha habido entre los luchadores quienes han 
sido intermediarios entre los grupos pensantes, 
iniciadores de relaciones, propagadores, vincula- 
dores, anunciadores, introductores de espíritus 
hermanos o de obras afines. De éstos, unos se 
han envuelto en la luz de su propia emanación; 
otros, modestos, pero eficaces, han laborado por 

54 



LETRA S 

el triunfo de su ideal secundando el ajeno impul- 
so, dando su contribución de ideas o ayudando a 
la definitiva victoria de los maestros y al mante- 
nimiento de la fe y de la perseverancia en los 
compañeros de campaña. 

Y mérito innegable y siempre digno de recono- 
cimiento será el de los que, a más de la realiza- 
ción de sus personales ambiciones, han contri- 
buido a esa especie de confraternidad espiritual 
internacional que ha sido uno de «los distintivos 
especiales de la evolución que se inició en Fran- 
cia con el nombre de simbolismo y que, alcanzan- 
do hasta nosotros después de otros «ismos», dio 
por resultado un nuevo triunfo para el arte hu- 
mano y el definitivo reconocimiento del poder de 
la libertad y de la individualidad. 

Entre esos propagadores e intermediarios en- 
tre las «élites» más o menos numerosas, no podrá 
nunca olvidarse a Elysio de Carvalho, en el Bra- 
sil; a Pedro Emilio Coll y Pedro César Dominici, 
en Venezuela; a Urueta, Valenzuela, José Juan 
Tablada y el grupo de la Revista Asid y de la 
Revista Moderna, en Méjico; a Luis Berisso, Jai- 
mes Freyre y Díaz Romero, en la Argentina; a 
Rodó y Pérez Petit, en el Uruguay; a Santiago 
Arguello, Mayorga, Turcios, Troyo, Acosta y 
Ambrogi, en Centro América; a González y 
Contreras, en Chile; a Clemente Palma, Román, 
Albujar y otros, en el Perú; a Silva, Valencia y 
Darío Herrera, en Colombia; a dos o tres buenos 
poetas en el Ecuador; a Iraizos y Mortajo, en 

55 



RUBÉN D A R i O 

Bolivia; al culto y noble Gondra, en el Paraguay. 
Carvalho fué el paladín de la revolución inte- 
lectual en la juventud brasilera. En relación con 
los leader s de Europa, llevó su entusiasmo hasta 
a afiliarse a pequeñas agrupaciones que en el 
mismo París tuvieron una efímera vida; tal el 
mentado naturismo, que no tuvo más razón de 
ser en pleno afianzamiento simbolista que el ta- 
lento impaciente de unos cuantos. En el Brasil, 
la aparición de un joven combatiente como Car- 
valho llamó la atención de todos, provisto como 
iba, según el decir de José Verissimo, «de una 
rica si bien desordenada y no menos interesante 
actividad mental... Todo en él revestía un bello 
entusiasmo juvenil, sincero y vigoroso, servido 
por un talento que aparecía real en medio de la 
extravagancia de su precoz literatura, de la anar- 
quía de sus ideas y de la multiplicidad de sus pro- 
pagandas estéticas. ¡Curioso! Este mozo exube- 
rante, franco hasta la prodigalidad, ávido, sin 
duda, de surgir, mas con derecho a ello, al cabo 
ingenuo y bueno, fué, por sus mismos compañe- 
ros de juventud y literatura nueva, discutido, ne- 
gado, calumniado.» Bien ha estado al recordar 
esos comienzos de la labor de Elysio de Carvalho, 
ahora que, como comprueba el mismo Verissimo, 
la personalidad del autor de «As modernas corren- 
tes esthéticas na literatura brazileira» queda si- 
tuada definitiva y dignamente en las letras de su 
país. 



56 



L E T R A 5 

La producción de Elysio de Carvalho se rela- 
ciona, como he dicho, con las últimas manifesta- 
ciones mentales que han conmovido el Arte y la 
Filosofía en el mundo europeo y cuyas repercu- 
siones han influido en los espíritus estudiosos y 
entusiásticos de todas las naciones. 

Aparte de sus expansiones de alma, de la reve- 
lación de sus íntimos sueños e ideologías, en ver- 
sos y prosas de audacia y de elegancia, de alti- 
vez y de ansia moral, como sus «Horas de Febre», 
su «Alma antiga», tradujo admirablemente a su 
idioma la célebre Balada carcelaria de Osear Wil- 
de y los «Poemas» de este mismo poeta. Narró el 
proceso de su educación filosófica y artística en 
su «Historia de um cerebro»; se afilió— más o me- 
nos pasajeramente— a lo que aquí se llamó natu- 
rismo, en su «Delenda Carthago». Nietzsche tuvo 
en él un admirador; Stirner un apasionado pro- 
pagandista, comentador y biógrafo. Toda nueva 
idea, todo nuevo impulso en el pensamiento con- 
temporáneo halló en él un apoyo y un entusias- 
mo. Razones claras me impiden ocuparme de una 
de sus últimas producciones: «Rubén Darío», es- 
tudio crítico (1906). Mas he de decir que tal tra- 
bajo figura hermosamente entre el magistral aun- 
que fragmentario estudio sobre el mismo autor, 
de Rodó y los de González Blanco, Henríquez 
Ureña, Pardo Bazán, Martínez Sierra, Alberto 
Ghiraldo, Ricardo Rojas y Díaz Romero. 

El amor de la novedad y de la combatividad, 
naturalmentedes pertaron en unos ya el asombro, 

57 



RUBÉN DARÍO 

ya la voluntad hostil; más también turo Carvalho 
su cosecha de simpatías y sus conquistas justas. 
Su puro fervor de Belleza y su anhelo de verdad, 
le han colocado entre los excelentes. Pertenece a 
esa aristocracia inconfundible de la idea, que 
no se compadece con la mediocridad ni con la 
chatura. 

Naturalmente, con el tiempo, los primeros fue- 
gos juveniles se han aminorado, y a la incondi- 
cional determinación ha sucedido una manera re- 
flexiva y serena que no por eso deja de conservar 
la fuerza y la sinceridad de antaño. 

Y es que jamás consideró este hombre de cultu- 
ra y este artista íntegro, la facultad de pensar y 
el don de escribir, sino con toda la seriedad y la 
profundidad que requiere tal condición que inne- 
gablemente coloca al ser humano en superior je- 
rarquía. Abominados sean los histriones del pen- 
samiento y los apaches de la pluma, que prosti- 
tuyeron la singular virtud que pudo servirles 
para propia elevación y bien de almas hermanas. 

Los defectos de Carvalho en sus primigenias 
producciones han sido los del árbol demasiado 
copioso de savia y de follaje, defectos de los años 
en que, poseídos del brío primaveral, los espíri- 
tus tienen asimismo exuberancia de savia y de 
follaje. «Una visión extraordinaria y que engran- 
dezca las cosas vistas, también es un defecto», 
dice José Verissimo con su habitual exactitud de 
juzgar. Elysio de Carvalho, y como él muchos de 
los que en la América latina han seguido y pro- 

58 



LETRA S 

clamado las nuevas ideas, se señaló por su exa- 
geración en el sostenimiento de sus principios; 
mas esa exageración ha sido, si se quiere, bené- 
fica y precisa en los iniciales momentos de la 
proclamación de los flamantes credos; y luego, 
una vez pasadas las agitaciones y violencias de 
la lucha, una vez abierto el camino por donde los 
intelectos habían de comenzar su viaje al ideal, 
vino la tranquilidad, la calma de raciocinio, la 
posible mesura en la elocuencia— que en determi- 
nados caracteres y medios es a veces difícil de 
conseguir— y la elevación serena de criterio que, 
con gran complacencia de todos los intelectuales 
brasileños, sin distinción de escuelas o de prefe- 
rencias estéticas, se ha manifestado en «As mo- 
dernas correntes esthéticas na literatura brazilei- 
ra>, la reciente obra que motiva estas líneas. 




59 




LETRAS DOMINICANAS 






xiste una literatura en los momen- 
tos actuales, que presenta un ca- 
rácter inconfundible en su varie- 
dad: la literatura en que expresan 
su alma , sus voliciones y sus en : 
sueños, la Joven España y la Joven América es- 
pañola . Las nuevas» ideas han unido en una mis- 
ma senda a los distintos buscadores de belleza, 
mas en tal unión no pierde nada el impulso del 
individuo ni la influencia de la tierra, sin contar, 
por supuesto, en este caso, a los natos desarrai- 
gados en el espacio y en el tiempo. Una de las 
ventajas que han tenido nuestras dos últimas ge- 
neraciones, es la de la comunicación y mutuo co- 
nocimiento. Si aun algo queda que desear, ya no 
sucede como antaño, que se ignoren, de nación a 
nación, los seguidores de una misma orientación 

61 



R V B EN DARÍO 

filosófica o estética, los correligionarios de un 
mismo culto de arte. 

Entre toda la producción argentina, pongo por 
caso, de hace unos veintitantos años, tan sola- 
mente los nombres de Andrade, Guido Spano, y 
luego Obligado y Oyuela, se impusieron a la aten- 
ción de las repúblicas hermanas. Hoy la obra de 
un Lugones adquiere proporciones continentales; 
mas no se ignoran, en el Sur ni en el Centro de 
América, ni en las Antillas, los esfuerzos o la 
obra realizada de otros artistas de la palabra, de 
otros hombres de pensamiento, ni la constante 
virtud de entusiasmo que anima a los consagra- 
dos de la juventud. Hay mayor intercambio de 
ideas. Se comunican los propósitos y las aspira- 
ciones. Se cambian los estímulos. Hay muchas 
simpatías trocadas y muchas cartas. Los imbéci- 
les no evitan el afirmar: sociedad de elogios mu- 
tuos. No se hace caso a los imbéciles. Los libros 
y las cartas se siguen trocando. No otra cosa se 
hacía en latín, entre los sabios humanistas del 
Renacimiento. 

Entre los escritores que desde hace algún tiem- 
po se han dado a conocer está Tulio M. Cestero, 
originario de la República dominicana. Es joven; 
cursa la vida intensa y la gracia del arte. Su flo- 
recimiento en Santo Domingo no es sino propio 
de un país que ha dado a las bellas letras hispa- 
noamericanas, desde pasadas épocas, figuras de 
gran valer. Por Menéndez Pelayo conocemos algo 
del período colonial, en que se ufana gentilmente 

62 



i? 



aquel popular Meso Mónica, de tan fino y autóc- 
tono ingenio. La cesión a Francia, por el Tratado 
de Basilea, y la ocupación por los haitinianos, du- 
rante veintidós años, de la parte española de la 
isla, produjeron la emigración a Venezuela y 
Cuba de gran número de familias principales, 
gloriosas en los líricos y literarios anales; de ahí 
los Rojas venezolanos, los Heredia, a que perte- 
necieron los dos José María, y cuya casa solarie- 
ga existía, según tengo entendido, en la capital 
dominicana, hasta hace algunos años, frente al 
cuartel edificado en el reinado de Carlos III; y los 
Delmonte, de Cuba. Después de la proclamación 
de la república en 1844, las personalidades emi- 
nentes, en las letras, no han sido pocas. Allá en 
la época romántica hay un Félix Delmonte, no 
privado del don de armonía, como su amiga y 
preferida la alondra. Apartándose un tanto de la 
influencia europea, Nicolás Ureña ameniza el pai- 
saje y las costumbres. Un varón de alma comple- 
ja y de vigor verbal, Merino, es a un mismo tiem- 
po jefe del estado y de la iglesia. Luego surge 
Emiliano Tejera, escritor, investigador, que es- 
cribió su célebre folleto aclarando la verdad so- 
bre los restos de Colón y sosteniendo que son los 
que están en Santo Domingo. Aparecen el histo- 
riador García, el polemista Mariano Cestero; y el 
que es considerado como el primero en su patria, 
el novelista Gal van. Una musa es justamente fa- 
mosa, Salomé Ureña, vigorosa y pindárica, sin 
perder la gracia y el encanto de su alma femeni- 

63 



RUBÉN DARÍO 

na. Pérez, modernizado en los últimos años, cantó 
castizamente las leyendas y sufrimientos de los 
indios quisqueyanos. Billini, presidente, no des- 
deña ni los dones apolíneos ni los atractivos de la 
novela. Por todos los géneros espiga el talento de 
un Henríquez y Carvajal . Penzón vuelve la vista 
al pasado y busca la tradición y el tema legenda- 
rio. Más recientemente aparecen Gastón Deligne, 
poeta, que hoy se siente atraído por nuestro mo- 
vimiento reformador; Rafael Deligne, poeta, crí- 
tico y dramaturgo; Pellerano, que se distingue 
por amante del color y de la vida locales; Fabio 
Fiallo, espíritu nobilísimo y elevado, que en su 
«Primavera sentimental», celebrada por Díaz Ro- 
dríguez, inició sus delicadezas ideológicas y su 
culto de la hermosura exquisita. Un hombre po- 
tente, de rasgos geniales, combativo y dominador 
del verbo, Deschamps. Américo Lugo, docto y 
elegante, perito en cosas y leyes de amor y ga- 
lantería; el poeta Aibar; los hermanos Henríquez 
Ureña, de los cuales Max ha escrito páginas de 
crítica que yo prefiero v guardo con alto aprecio. 
Osvaldo Bazil, gallardo y generoso, en lo florido 
de su juventud, hoy en Cuba, bajo la advocación 
divina de la Lira . Ya veis que hay sus motivos 
para que Tulio Cestero haya nacido en esa isla 
fecunda y solar que fué deleite de los ojos del ilu- 
minado y prof ético Navegante. 

Cestero es un espíritu inquieto ante la vida, na- 
cido para los esfuerzos y las bregas. Este lírico 
de la prosa, cuya cultura es completamente euro- 

64 



R 



pea, ha tenido que desarrollar sus energías de ca- 
rácter y de intelecto en un medio hostil a las de- 
dicaciones al puro arte. Él sabe, ; por propia expe- 
riencia, lo que son revoluciones, pronunciamien- 
tos. Ha andado con su fusil, o su sable, por los 
montes patrios, entre fieras, víboras, guerreando 
por su caudillo o por su presidente. Conoce las 
excursiones por los bosques y los movimientos de 
las guerrillas. Alma gentil, escribe su «Jardín de 
los sueños >, mas tiene un admirable y práctico 
sentido de la realidad. Si se le ocurre, escribirá 
lindamente a una mujer: «Bella, sé piadosa, y 
convierte tus ojos milagrosos al alma-océano de 
aguas muertas y profundas- -del amante proster- 
nado que arrancará a las entrañas de la tierra 
avara el oro virgen para el anillo de tus bodas». 
Y, si se le ocurre, mandará fusilar en las mani- 
guas al coronel criollo sublevado. Soles y vientos 
de aquellas latitudes le han amacizado el cuerpo 
y el alma. Ello no es un inconveniente para que 
haya labrado finas páginas en libros suaves. El 
poema en prosa después de la acción, la lírica 
después de la estrategia, o antes. El bregador que 
existe en él ha publicado también páginas de 
campaña en que el estilo se revela apto también a 
ejercicios de músculo y a maneras de fortaleza. 
Yo le veo vagar por la montaña . Si encuentra 
flores, formará un ramo para la primera gallarda 
moza que le cautive. Si no, desgajará un árbol 
para encender fuego y hacer su barbacoa con el 
primer venado que alcance su carabina. Algo de 

5 65 



RUBÉN DARÍO 

Gastibelza, si gustáis, de un Gastibelza de tierra 
ardiente, a quien si su doña Sabina y el aire de la 
montaña le vuelven loco, le hacen decir bellos 
decires de amor y de combate. 

Hace tiempo leí sus «Notas y escorzos», capítu- 
los de crítica literaria; sus impresiones de viaje 
«Por el Cibao», de las que casi nada recuerdo. Su 
«Del Amor», es obra de despertamiento, de pasión 
exuberante, de juventud y de savia temprana. 
Mas su folleto político «Una campaña», publicado 
en 1903, llamó grandemente mi atención por el 
modo robusto de narrar, amena y bizarramente, 
sucesos que no han tenido en la América nuestra 
sino señaladas plumas de valor que los traten. 
Hemos sido célebres por nuestras revoluciones, y 
Europa no conoce aún el libro que bellamente e 
intensamente diga tanta cosa extraordinaria, te- 
rrible y pintoresca, porque ese libro no se ha es- 
crito todavía. 

En «El jardín de los sueños» este autor está se- 
ducido por el esteticismo, y muestra una viva pre- 
ocupación del estilo. Hay sutileza, escritura «ar- 
tista», prosa galante, paisajes al «claire de lune», 
relentes románticos e influencias simbolistas. Se 
advierte el amor de las gracias plásticas, de rit- 
mo, de la concreción de la expresión noble. Sus 
lecturas son de la más reciente literatura; y cuan- 
do creéis encontrar una reminiscencia de Lafor- 
gue, pasa el soplo d'annunziano. Hay ideas, plas- 
ticidad y música «avant toute chose» . Al madri- 
galizar, eleva los asuntos, poetiza el medio, se 

66 



LETRA S 

transporta a otras épocas más bellas, o dora, con 
el oro de la ilusión o de la fantasía, el tema inme- 
diato. Veo sobre todo a un poeta, al parecer, en 
ocasiones, sentimental, y en ocasiones impasible 
en la labor de orfebrería que prefiere. Después 
viaja. Los viajes son bienhechores y precisos 
para los poetas. «Navegar es necesario; vivir no 
es necesario». Navega, pues, para venir a esta 
Europa que todos ansiamos conocer. La moderna 
literatura nuestra está llena de viajeros. Casi no 
hay poeta o escritor nuestro que no haya escrito, 
en prosa o verso, sus impresiones de peregri- 
no o de turista. Se pasa, como Robert de Montes- 
quiou, «del ensueño al recuerdo.» Como todo está 
dicho, en lo que se refiere a lo contenido en ciuda- 
des y museos, no queda sino la sensación perso- 
nal, que siempre es nueva, con tal de apartar la 
obsesión de autores preferidos y la imposición de 
páginas magistrales que triunfan en la memoria. 
Es esto difícil, antes de que la tranquilidad de la 
vida reflexiva llegue. Cestero, en sus narraciones 
de viaje, se aparta dichosamente de los escollos 
del bedekerismo y de los peligros de la obra re- 
cordada. Esto no quita que no le acompañen el 
recuerdo de espíritus amados en sus periplos. Mas 
noto que los viajes en él, las frecuentaciones di- 
plomáticas y los contactos de París, han marchita- 
do un tanto la frescura franca de las floraciones 
de antaño. Parece que el entusiasmo, sal del arte, 
no está en él con la abundancia de los pasados 
días. 

67 



RUBÉN DARÍO 

Yo no le pido una fe señalada, pero sí una fe. 
En verdad, el paulatino conocimiento de las as- 
perezas del mundo, crea los peores escepticis- 
mos; para librarse de esto sirve tan solamente la 
voluntad, la elevación de la conciencia, la virtud 
de un ideal. Si ha de poner Europa sobre esa 
amable psique el peso de un materialismo que le 
impida el vuelo, quédese el artista y el comba- 
tiente haciendo sabrosas prosas y nuevas revolu- 
ciones en el país dominicano. Y si ha de perder, 
Dios no lo quiera, su original nobleza de espíritu, 
su respeto y adoración por la sinceridad, su pa- 
sión por lo sagrado del arte, si ha de aprovechar 
los dones divinos en el daño y en la mentira, si ha 
de mirar el misterio demiúrgico de la palabra 
como arma de malhechor o como útil de saltim- 
banqui, si ha de abandonar lo que, privilegio sin- 
gular, trajo desde el materno vientre por la voli- 
ción suprema, la pureza y la dignidad mentales, 
la única razón moral de existir— que en la prime- 
ra revuelta en que lo tome el general contrario, 
sin formación de causa, le fusile. Mas si no, suya 
será la gloria. 



68 




UN POETA PORTUGUÉS EN LA INDIA 




gradezco muy de veras a Alberto 
Osorio de Castro el envío de su vo- 
lumen de poesías A cinsa dos Mir- 
tos, porque en el volumen hay lin- 
dos versos y porque esos versos 
vienen desde Nova Goa, en la India portuguesa. 
Me complac e tener un lírico amigo y un compren- 
dedor en aquellas tierras fabulosas. Ya en otra 
ocasión he dicho lo que un poeta gana, a mi en- 
tender, con emular a Simbad; y lo que, ante mi 
gusto, ganó, pongo por caso, el autor de El alma 
japonesa con haber¡ido al Japón. Mas, yo iré ma- 
ñana al Japón o a la India, si La Nación me en- 
vía, o si deseos me vienen de entenderme con la 
agencia Cook. El asunto es vivir en uno de tan- 
tos países exóticos la vida de esos países, y pe- 
netrar en sus almas, y entender sus palabras y 



69 



RUBÉN DARÍO 

sus ritos, para luego contar o cantar cosas biza- 
rras, extrañas, peregrinas, como Lafcadio Hearn, 
Paúl Claudel o Alberto Osorio de Castro . 

Aunque este último ha amado y soñado en Por- 
tugal, en donde florecieron sus mirtos, y aunque 
en su vergel antiguo fué encendida la pasional 
hoguera, es en Oriente en donde clama a la mujer 
amada: 

Volía a cinza que guarda outro fogo de amor. 

Allá en las regiones lejanas en donde habita re- 
cordará las nieves de antaño. Recordará que «en 
Coimbra, en el Jardín, una dulce mañana de fin de 
invierno fino y claro, Ella y su Hermana, pasa- 
ban para la misa ideal de las Ursulinas. 

Um arco iris desmaiava em Santa Clara, 
Um mais roseo perfume espargiam as rosas, 
Urna fonte caníava, as rolas ja caníavam, 
E logo preseníi que a primavera entrava 
Com as roseas Irmas eguaes e harmoniosas, 
Rosas roseas a face, alvor de rosa as saias, 
A deixarem um rastro em flor no ar e o chao... 
Todo o sangue subiu aos ramos ñas olaias. 
Todo meu sangue me floriu no coracáo. 

Yo me imagino que en su existencia en los exóti- 
cos reinos de antiguas leyendas y teogonias, pa- 
sará el poeta horas prosaicas a causa de las inva- 
siones civilizadoras. Las caravanas de las agen- 
cias turísticas le perturbarán en sus recogimien- 

70 



R 



tos, y quizá algún cargo administrativo aplane en 
cotidianas tareas idealizadas colinas de encanta- 
miento. Mas todo esto, por la virtud voluntaria, 
puede ponerse como una subvida «a cóté», dado 
que la única vida es aquella que nuestra voluntad 
declara y que nuestro ^espíritu reconoce, contra 
todas las dificultades de la circunstancia. Y en 
todo poeta hay un terrible o dulce filósofo. 

Las citas y los epígrafes indican las lecturas y 
las predilecciones de Osorio de'Castro. Es un «mo- 
derno» y un aristócrata. Considera con justeza 
que la facultad de pensar humanamente es el su- 
mo poder del ser humano, —humanamente y di- 
vinamente; y que por algo el cerebro corona el 
edificio, bajo la redondez de su cúpula. 

Mas penetremos en la hermosa colonia de 
poesía. 

Al eco de la música d'annunziana — «Nel pleni- 
lunio di calendimaagio»— se comunica con el mun- 
do de las hadas. 

Mab, a Rainha Fada cor de jade, 
Dá beija-máo a sua corte em fesía. 
Veem Fadas dos Montes, da Floresta, 
Veem das Grutas de oiro e claridade. 

Por los labios de Mab se expresan la Ilusión, el 
Amor, la Esperanza. Y la mujer surge en su gra- 
cia y omnipotencia carnal. Después exóticas figu- 

71 



RUBÉN DARÍO 

ras pasan, como la amorosa chiquitína cuya faz 
de encanto japonés se entrevé. Chiquinha, que 
tiene «la gracia de la mujer de nuestra sangre y 
la gracia de la exótica sangre» . En las tristezas 
de la tarde es un desvanecimiento de íntimas 
«saudades». Se esfuma la ronda de las horas. 
Suena la canción del agua: 

Aguas serenas e ligeiras 
Passae de leve para o mar. 
Aguas novinhas e palreiras 
Ponde-vos todas a cantar. 

¿Hay en el rimador un creyente? ¿Su paganis- 
mo termina en un anhelo de mortalidad cristiana? 
Más bien se ve un lejano resplandor de fe en los 
comienzos de la juventud. «¡Viña de inmortalidad, 
dame tu vino de luz eterna! jAh, que «saudade» 
de la dulce creencia en Jesús, en mi infancia de 
sueño! Era para mí el mundo misterioso jardín. 
Y no el abismo horrible que veo ante mí ahora . 
Viña de inmortalidad, dame el fruto de la verdad 
y el vino de la eterna aurora». Anatole France le 
seduce con su Tha'ís de Alejandría. Uno como 
sentimiento barresiano, basado en un decir de la 
antología griega, le hace preguntar a los muer- 
tos el secreto de las agitaciones de la vida. En un 
sueño de delicias amorosas, momentos de pasión: 
«Claro día de aquella primavera extinta, y por 
siempre refloreciendo en el sueño de lo pasado... 
Aguamarina de sus ojos, lindo reir de luz que 

72 



R 



enamoraba y era un vino hechizado!» Hay una 
linda balada que tiene un perfume de jardines le- 
janos: 

Paludas rosas de Chimbel, 
Coiíadas d'ellas, a murchar, 
Sem que a sua alma o aroma e o mel 
As abelhas váo procurar. 

E' urna agonía bem cruel 
Longe do sol desabrochar. 
Paludas rosas de Chimbel, 
Coiíadas d'ellas a murchar. 

Lá fóra o sol sobre o vergel 
Poe toda em flor a ierra e o ar 
E ellas a beira do marnel 
Esláo ás grades a scismar 
Paludas rosas de Chimbel. 

Él ha frecuentado todos los vergeles de poesía 
que han deleitado al mundo. En todo el imperio 
de la mujer se define y provoca lo que antaño se 
llamaba la inspiración. Para la musicalización 
verbal de su sueño, o de sus fantasías, de sus 
idealizaciones o de sus ímpetus cordiales, el poeta 
emplea las clásicas maneras, o se deja seducir 
por las sabias libertades que han invadido las mé- 
tricas de todas las lenguas. Hay composiciones 
absolutamente normales, las hay de un aire par- 
nasiano, las hay modernísimas. Mas el tono gene- 
ral obedece sin duda alguna a las influencias del 
pasado movimiento simbolista. ¿Qué poeta de es- 
tos últimos tiempos no ha sentido en todas partes 
esas influencias? 

73 



RUBÉN DARÍO 

La obra de Osorio de Castro, cuando se com- 
plica de exotismo, de ese exotismo vivido de quien 
como él habita ha largo tiempo aquel continente 
misterioso, adquiere singular personalidad. 

Cantó Camoens sus endechas para una bárbara 
esclava, y aquí encontramos renovado aquel son 
de lira. Es en loor siempre de la hembra ardiente 
y amorosa que concentra en sí la llama de su sol 
y de su cielo, e íntimas y misteriosas llamas. 

Rosto singular 
Olhos socegados, 
Preos e cansado 
Mas nao de matar. 

Tal dice el antiguo. El lírico actual nos habla 
de la misma encarnación que adquiere una fuerza 
simbólica: 

O Sita, castísima Esposa 
Kali sangrenta e tenebrosa 
Irma de tigre e capellos 
Energía da nossa Ráca, 
Todas quebram a tua graca 
Teus manilhados tornozellos. 

La atracción de las cosas, el enigma de la na- 
turaleza ha de despertar ansias que se expresa- 
rán en rimadas armonías, o correspondencias que 
se exteriorizarán en trozos musicales. Y en me- 
dio del ambiente asiático os sorprenderá escu- 
char tal reminiscencia de Vigny, tal eco de arieta 

74 



R 



de Verlaine, o de melodía poemal. El amador 
canta a la mujer y a las mujeres. Estas pasan en 
un amable desfile. Yo veo las inglesas viajeras, 
amantes de la literatura y de excursiones; fran- 
cesas de paso, buscadoras de las bellas aventuras 
de la-bas; portuguesas intelectuales, nobles y fi- 
nas, amigas de la naturaleza y de los viajes aéreos 
en compañía de los poetas. Las inglesas suelen 
decirles lindas verdades que complacen el sentido 
shakespeareano. Por ejemplo, esta verdad gentil, 
expresada bajo el cielo de Aden: «It is better to 
have loved and los than never to have lovei at 
all». A esa hija de Albión que tales cosas emite, 
aplaudiría sin duda alguna nuestra Teresa de 
Jesús. 

Ved rosas de sangre y de piedad. Deteneos en 
ese «beautiful Bombay»; escuchad, a la orilla del 
mar, cantares de melancólicas insinuaciones. 
Vuelve un eco de los pasados madrigales, de las 
primeras delicias juveniles, de los primeros des- 
pertamientos del deseo. 

Con una gracia de virtuoso os narrará el por- 
talira un idilio sa jónico. Se celebrará el prestigio 
de antiguas proezas de familiares caballeros. 
Habrá una variada confusión de rememoraciones 
y de sensaciones, y junto a un paisaje de Goa se 
encenderá en su dulce fuego azul la bahía de Ña- 
póles; y después de una evocación mortuoria, se 
tornará a la eterna tentación femenina. He ahí la 

75 



RUBÉN DARÍO 

sonatina de las hojas caídas y el cuento del rey 
de Brocelianda, de la más feliz y sonora elegan- 
cia. He ahí a Sisina: 

Sisina, a Rosca e Flava, a graca do Velabro. 

He ahí un cuento de monjas, a propósito de las 
cuales sabemos que, como reza en la Historia de 
la Fundación del convento de Santa Mónica de 
Goa, «las sutilezas con que el común adversario 
procura impedir las obras del servicio de Dios, 
son todas como suyas; mas cuando este Señor 
quiere que ellas aparezcan a la luz, importan 
poco sus sutilezas y sus ardides. Halla el poeta 
asuntos en bellos hechos pasados, y así recuerda 
las leyendas de la India, de Gaspar Correa, o la 
Historia trágico -marítima del naufragio del gran 
galeón San Juan en la costa del Natal, el año 1552. 
O canta el sitio de San Francisco de Goa, arcaica- 
mente: 

Gritos de moríe, pragras de furor, 

E as Iabarcdas tresdobrando o horror. . . 

ó la dramática muerte de don Juan de Eca. 

Mas nada es tan de mi placer como los cantos 
en que surge la poesía índica, con sus perfumes, 
sus notas, su extraña melancolía, y «surumba» y 
«ohDunga»... Y como en el libro viene la notación 
musical, he hecho que lindos labios de Europa 
me den la ilusión de las voces de la tierra braha- 
mánica. 

76 



LETRA S 

Sati, es un poema que me deleita en su rareza 
de tema y de decoración; y bien me gustaría de- 
partir de tan mágicos asuntos, en aquellas regio- 
nes ensoñadas, con Osorio de Castro y su amigo 
«el fino Lírico de Guserathe», Ardeshir Framji 
Khabardar. «¿Cómo se puede ser persa?», dice la 
frase célebre francesa... Yo encuentro tan natu- 
ral el ser hindú, o persa, o japonés!... 

En verdad os digo que este poeta me ha hecho 
un precioso regalo . Por él he pasado instantes 
especiales en un r^ino d hechizo. Por él he escu- 
chado el launim de la toión de la bay adera que 
ha compuesto Djaiég.1 Maneken Shirodcárine. 
Por él sé que «allá lejcs» se llaman las bayade- 
ras: Zaiu, Sazerén, Tara, Ganga, Priaga, Anaha- 
ny, Calhiáne, Mogrén, Vigei, Baigy, Surata, Na- 
num, Baghén, Gultchábou, Camenén, Máiná, No- 
nan, Mothu, Sarassepáti, Manequén . . . 

Y todo eso es, para mí, excelente. 




77 




EUGENIA DE GUERIN 




ervor, veneración casi religiosa, 
devoción que casi va a la plegaria; 
he ahí lo que profesa a la dulce 
hermana de Mauricio de Guérin el 
piadoso y patriota conde de Colle- 
ville. Para él, Eugenia es una santa que a la dies- 
tra de Dios está en el Paraíso entre los santos. 

No sin razón asegura que en Inglaterra tiene 
aquella lilial mujer muchos admiradores; Mauri- 
cio espera que ha de canonizarse a Eugenia, pues 
es de aquellas que el Soberano Pontífice honra 
profundamente. ¿Se quieren milagros? ¿Qué mila- 
gros mayores que la conversión de su hermano 
Mauricio y la de Barbey d'Aurevilly? El conde 
católico está en su razón. Por lo que respecta al 
nombre, será lindo en el santoral: Santa Eugenia 
jde Guérin, virgen. ./ por qué no mártir? ¿No 



79 



RÚBEA DARÍO 

sufrió lo inexpresable en su vida de penar, por 
sí, por su hermano, por los tristes y los pobres 
todos? La obra que le ha consagrado el conde de 
Colleville pudiera decirse que pertenece a la ha- 
giografía. Con justicia Coppée cree percibir, por 
las flores recogidas en el jardín de la doncella, un 
olor de santidad. El personaje no puede ser para 
Coppée más simpático. 

Ha tenido desde sus primeros años una herma- 
na que le consagró su vida, que ha sido todo para 
él... «ce qui m'émeut plus que tout, ayant vécu 
aupré d'une excellente sceur qui ne me quitta ja- 
máis...» Pues el amor de Eugenia para Mauricio 
era todo el amor, ternuras de madre, suavidades 
de esposa, cuidados sacerdotales, todo en un am- 
biente de Leyenda Dorada, impregnado de per- 
fume bíblico, ymás que bíblico, cristiano. Eugenia 
era un espíritu. Creyérase que la fisiología no 
tenía que ver con ella. Nada manifiesta del niño 
enfermo y doce veces impuro... Tanto alejamien- 
to de lo terreno explica la adoración que por ella 
sienten sus devotos. Sobre todo si se la compara 
con la alta dama de hoy, en quien las principales 
preocupaciones son principalmente mundanas y 
sportivas. M. de Colleville no deja de señalar a 
este respecto las respetables excepciones: Mada- 
me de Mac-Mahon, Mme. de Cureville, la barone- 
sa de Puille, Mme. de Saint Laurent, Mme. de 
Brigde, Mme. de Boury, «todas las que batallan 
por Dios y por la patria». Eugenia, es verdad, 
tenía poco de combativa. Era una monja sin há- 

80 



i? 



bito. Dios la llamó. Con tanta más razón que no 
era bonita. Como no tuvo devaneos ni pasiones 
amorosas, toda su femenina facultad se concen- 
tró en su hermano, y ese ardor sororal fué al 
propio tiempo la delicia y la amargura de su 
existencia. Colleville la define: «el perfecto mode- 
lo de la filie de race, absolutamente virtuosa y 
cristiana, ella es a la vez de una distinción aca- 
bada, de una educación exquisita, habla una len- 
gua divina, y esta artista maravillosa hace ella 
misma su cocina, hila en su rueca, socorre a los 
enfermos, visita a los moribundos. Es leyendo a 
Platón, Fenelón, Bossuet, Corneille, cuando ella 
descansa de las tareas del hogar, es enseñando el 
Catecismo a los pobrecitos, hablando de Dios a 
los vagabundos, cuando ella empléala lengua más 
noble y más sencilla del siglo xvii». 

Tal arcaismo de expresión da en efecto a los 
escritos de Eugenia de Guérin un aire suranné, 
que le sienta a maravilla y le da el aspecto de 
otra edad, de tiempos más puros o menos conta- 
minados que el siglo xix en que escribiera. 

Los Guérin son de origen veneciano. Guarini. 
La suntuosa Venecia de la más bella de las épo- 
cas reaparecerá en el paganismo íntimo del autor 
del Centauro, que debe haber amado como artista 
la Anadiómena de las ciudades. Mauricio y Euge- 
nia, bajo el amparo de Dios, formaron la pareja 
perfumada de virtud casi angélica, que con los 
soplos del diablo y en los antiguos existires vene- 
cianos se habría transformado en una de aquellas 

6 81 



RUBÉN DARÍO 

locas llamaradas de incestos patricios que enroje- 
cen las crónicas del tiempo. La noble ascendencia 
llega hasta ella diluida en fe religiosa y en cari- 
dad columbina. He dicho que no era linda; mas 
sus biógrafos hacen resaltar su distinción innata y 
su sencillez de casta flor. Paréceme en su cultura 
discreta y exquisita, nutrida de vidas de santos y 
de filósofos dulces. Cuando tenía catorce años, al 
despertar de la juventud, momento crítico en las 
niñas, ella «era entonces primitiva y casi igno- 
rante, pero dotada de una bondad suma, como 
Francisco de Asís; amaba las bestias y conversa- 
ba con los pájaros». Es muy otra que Jacqueline 
Pascal. No ha nacido para las humanidades. Creo 
que no sabe griego ni latín; mas podría conversar 
con su hermana la alondra y su hermano el ruise- 
ñor. Su fina lengua sabe, como muy pocas, alabar 
a Dios. Diríase que en ella no existe sexo. Y la fa- 
cultad maternal que pudo tener se deriva toda en 
la pasión de su hermano, a quien trata como a un 
hijo, como a un esposo, como a un amigo. 

Encanta esa vida gentil. La jovencita aprende 
a leer en la Imitación de Jesucristo y en San 
Francisco de Sales. Y ella enseña a su hermano 
menor, a su predilecto fraternal, a leer y a rezar, 
y a sentir la hermosura de la naturaleza, todo 
con una tendencia divina. Es matinal como las 
aves del bosque. Se complace en cultivar su inte- 
ligencia, pero se dedica asimismo a los trabajos 
de la casa. Dice sus oraciones, se pasea por el 
campo, visita a los enfermos. 

82 



LETRA S 

En el dominio familiar del Cayla lleva una vida 
de «año cristiano». Un día escribirá a Mauricio 
estas palabras: «Sacarme de aquí es como sacar 
a Paula de su gruta; es preciso que sea por ti que 
yo pueda dejar mi desierto, por ti por quien Dios 
sabe que iría al extremo del mundo. ¡Adiós al 
claro de luna, al canto de los grillos, al glú glú 
del arroyo! Antes tenía también al ruiseñor; mas 
siempre algún encanto falta a nuestros encantos. 
Ahora nada, sino mi plegaria a Dios y el sueño.» 

La prosa de la mujer amable y predestinada 
se desliza a modo de un agua de fuente. Es trans- 
parente, cristalina. Bajan a ella— se pensaría— a 
beber los corderos del amor divino, los corzos 
blancos de la caridad. Mauricio, que empieza la 
vida al claror de esa alba, no ha de olvidar nunca 
tanta candidez celestial, a pesar de las tempesta- 
des de París y de las tempestades de su propia 
alma de artista, en que palpitan violentos los 
jugos de la tierra. 

Deseaba la hermana estar siempre al lado del 
hermano, y asistía a sus clases, hasta a la de la- 
tín; «cela m'aidera á comprendre mes offices», 
decía ella: ¡Cuan lejos del cotillón y del bridge! 
Por su parte, Mauricio, se manifestaba castamente 
enamorado de Eugenia. 

Helas! le monde entier sans íoi 
N'a rien qui m'aíache a T ^ vie. 

«El sentimiento que h .piraba a Pablo estas pa- 
labras para Virginia, no era más sincero que el 

83 



J? U B E N DARÍO 

mío.» En efecto, son dos almas que se aman de 
amor, excluyendo toda sombra de malicia o pe- 
cado. Ella se aplica hasta a tareas de lavandera, 
evocando para el caso a Nausica, Santa Catalina 
de Sena y a las princesas de la Biblia. A los vein- 
te años, sin belleza, es, sin embargo, atrayente. 
Lamartine ha dejado de ella un agradable retrato 
en que hace notar «el contorno armonioso del 
rostro» y «el talle esbelto y flexible que hace re- 
saltar las formas del cuerpo». Toda ella se consa- 
gra a la devoción y a las prácticas religiosas. A 
la devoción, a las prácticas religiosas y a su her- 
mano. Escribe versos inocentemente románticos. 
Y cuando la tristeza la invade, tiene el remedio 
de la oración. Los tempranos desencantos de 
Mauricio la hacen sufrir, y no cesa de darle, por 
lo tanto, buenos consejos. El, soñador, como 
todos los de su tiempo, está enfermo de lo que se 
llama en estos momentos «el mal del siglo». Ella 
desearía verle dedicado a la carrera religiosa, 
confesarse con él, como la madre de San Fran- 
cisco de Sales se confesaba con su hijo. Y luego, 
él tiene que ir a París. ¡París! ¡El pecado, la co- 
rrupción, el campo del demonio! Y deja Mauricio 
el Cayla y parte a la gran ciudad a continuar sus 
estudios. Comienza a escribir en los periódicos, 
se une a su maestro Lamennais, y cuando La- 
mennais se insurge contra la autoridad papal, 
Mauricio comparte sus opiniones, cosa que desoía 
a Eugenia. Esta, entretanto, escribe sus admira- 
bles cartas y su Diario. Este libro es tenido como 

84 






LETRA S 

uno de los más bellos producidos por un cerebro 
femenino. Es un breviario ideal para las ascen- 
siones espirituales. «Jamás su prosa deja ver el 
esfuerzo, dice Colleville; escribe con una natura- 
lidad y una facilidad maravillosa, canta como el 
pájaro, naturalmente, así su pensamiento, se im- 
pone victoriosamente, nos seduce y nos penetra de 
esa religión que lo vivifica.» 

La publicación de esa obra excelente se debe a 
Barbey d'Aurevilly y a Tributien. «No sé por 
qué, dice ella, en mí el escribir es como en la 
fuente correr.» La vida de su hermano en París 
la inquieta. Sobre todo, sus decaimientos de fe. 
Comenzaba a aparecer en Mauricio el desperta- 
miento pagano. Pan se le había revelado y su 
oído, oía en la sonora tierra el galope del antiguo 
centauro. Piensa su hermana en casarlo. El se 
enamora de Mlle. de Bayne, pero le rehusan la 
mano de tal señorita. Enfermo, retorna al Cayla, 
en donde se repone . 

Vuelto a París, un nuevo amor le consuela, y 
logra casarse con una joven originaria de Ba- 
tavia, que le adora. Pero la tisis ha hecho presa 
ya de él . 

Así regresa al dominio paterno. Eugenia, es- 
toicamente cristiana, viendo perdido el cuerpo, 
se dedica más que nunca a la cura del espíritu. 
Logra su objeto y muere Mauricio en la absoluta 
fe católica. Ella continuará hablando con el au- 
sente, con quien espera juntarse por siempre en 
la inmortalidad. «Del Calvario al cielo el camino 

85 



RUBÉN DARÍO 

no es largo. La vida es corta, y ¿qué haríamos de 
la eternidad sobre la tierra?» 

Su pensamiento no se separará nunca de su 
hermano. «El yyo eramos los dos ojos de una 
misma frente.» No cesará de rezar por él, de en- 
comendarlo a Dios. «Bueno es llorar, pero no sin 
la plegaria. La plegaria es el rocío del purgato- 
rio.» Luego, continuará su misión de dulciíicadora 
de almas, con Barbey d'Aurevilly, íntimo amigo 
de Mauricio. Del dandy byroniano y un tanto sa- 
tánico que era entonces el Condestable, hizo ella 
el paladín católico, el caballero de la Iglesia. «Es, 
pues, dice Colleville, un hecho, que el novelista, 
el crítico, el pensador, ha sido después de su con- 
versión el servidor más decidido y más convenci- 
do de la Iglesia romana, y que es ciertamente a 
Eugenia a quien se debe esa milagrosa conver- 
sión . » 

El dolor que le causó la pérdida de su hermano 
hízola hasta pensar entrar en religión; mas su 
deber de hija le impidió realizar esos propósitos. 
Y así bien queda la frase del crítico inglés en que 
la llama la Antígona cristiana. «Sin mi padre yo 
iría tal vez a juntarme con las hermanas de San 
José a Argel. Al menos, mi vida sería útil. ¿Qué 
hacer ahora? Mi vida la había entregado a ti, mi 
pobre hermano. Tú me decías que no te dejara 
nunca. En efecto, he permanecido cerca de ti 
hasta verte morir. ¿Qué voy a buscar ahora en 
las criaturas? Reposar en un pecho humano, ¡ay! 
Yo he visto cómo nos lo quita la muerte. Mejor 

86 



LETRA S 

apoyarme, Jesús, sobre vuestra corona de espi- 
nas. ¡Cuántas veces he soñado ser hermana de 
caridad para encontrarme cerca de los moribun- 
dos que no tienen ni hermana ni familia! Hacer 
veces de todo lo que les falta de amoroso, cuidar 
sus sufrimientos y hacerlos volver el alma a Dios, 
i Oh, bella vocación de mujer, que a menudo he 
envidiado! Pero ni esa ni otra: todas están cor- 
tadas.» 

Y en otra parte: 

«No comprendo cómo las mujeres que no tienen 
piedad no mueren todas locas. ¿Qué llegar a ser 
bajo tantas impresiones destructoras? Todo nos 
es hierro y fuego, nos rasga o nos quema, pobres 
mujeres que somos.» 

En verdad, es una santa. El tota in útero se 
convierte toda en espíritu. Para ella no existieron 
los goces de la carne. A su hermano tocaron las 
tempestades de la duda, las negruras de la incer- 
tidumbre y la furia misteriosa de los sentidos, la 
savia pánica. «Yo he anudado mis brazos alrede- 
dor del busto del centauro y del cuerpo del héroe 
y del tronco de las encinas. Mis manos han toca- 
do las rocas, las aguas, las plantas innumerables 
y las más sutiles impresiones del aire.» Sobre la 
floresta sonora en que Mauricio se compenetra 
con el monstruo divino, como la paloma blanca 
de las leyendas sagradas, el alma de Eugenia 
voló al cielo . 



87 




ARTHUR SYMONS «RETRATOS INGLESES* 






ara el público nuestro habré de de- 
cir que Arthur Simons es un poeta 
y escritor inglés. Su obra es ya 
considerable. Comienza a ser co- 
nocido en Francia gracias a recien- 
tes traducciones, no obstante el haber sido desde 
los buenos tiempos del simbolismo amigo y pro- 
pagador de Verlaine, de Mallarmé, de Verhaeren, 
de los iniciadores de aquel movimiento. Él hizo 
pasar el Canal de la Mancha al Pauvre Lelian, 
para dar conferencias que le valieron algunas li- 
bras. Verlaine no olvidó nunca a su amigo inglés, 
y, ya en sus últimos años, recuerdo que escribió 
un estudio sobre un volumen de poesías en que 
Symons rima cosas de Francia. 

Para mí, Symons es atrayente desde que, hace 
años, me entusiasmaron sus esfuerzos por la Be 



89 



RUBÉN DARÍO 

lleza. en su inolvidable Scivoy, el magazin intelec- 
tual tan refinado que él dirigía, acompañado por 
aquel prodigioso artista que se llevó la muerte 
demasiado temprano, y que tuvo por nombre 
Aubrey Beardsley. En esa publicación leí por pri- 
mera vez prosas y versos de Symons, el cual llevó 
a colaborar en su revista a lo más brillante de la 
juventud literaria del momento. El mismo Aubrey 
Beardsley publicó allí los capítulos de su incon- 
cluso y deleitosamente alucinante Under the MU; 
y sus dibujos allí aparecidos junto con los del 
Yellow Book, están entre los mejores de toda su 
producción. Esas revistas excepcionales, para un 
público restricto, no podían tener larga vida. Hoy 
se las disputan los coleccionistas. 

La traducción que acaba de hacerse en francés 
de los Portraits de Symons, pone de actualidad 
esa simpática figura de aristócrata del arte, — 
aunque estas dos palabras parezcan una redun- 
dancia, una vez que el arte es excelencia y por lo 
tanto aristocracia. ¿Se ha de llamar crítica a las 
opiniones y maneras de ver de un poeta? Pasa la 
palabra porque no hay otra para la comprensión 
de la generalidad. Los «Retratos Ingleses» están 
hechos con una intensidad que llama a la admira- 
ción, y que no recuerdan otras maneras e inter- 
pretaciones anteriores. Es que Symons, por la 
virtud de su genio poético, se compenetra, con el 
alma de los modelos, y va a buscarles, él sabe en 
qué rincón de sus florestas mentales, cuervo, pa- 
loma, unicornio o león. 

90 



i? 



Fuera de los retratos, hay en el volumen algu- 
nas apreciaciones estéticas aparte, como las pági- 
nas en que trata «del hecho en literatura» y sobre 
«lo que es la poesía». No dejarán de sentirse con- 
trariados por lo que posiblemente llamarían 
arranques paradógicos, los acostumbrados a los 
juicios ya hechos y a canónicos modos de ver. 
Paradoja se dirá cuando se lea por ejemplo: «La 
invención de la imprenta ha contribuido a la rui- 
na de la literatura». O bien: «El diario es el flage- 
lo, la peste negra del mundo moderno.» Mas mi- 
rad bien los desarrollos de las postulaciones. La 
paradoja ha sido en todos los tiempos propia de 
alados espíritus. Fijaos hoy mismo en España: 
dos, tres, cuatro, de sus principales hombres de 
letras diríase que no escriben sino paradojas. 
Mirad bien en Symons los desarrollos de las pos- 
tulaciones: «La invención de la imprenta ha con- 
tribuido a la ruina de la literatura». ¿Por qué? 
los trabajos de los copistas y la memoria de los 
hombres, no fatigada todavía con un relleno ex- 
cesivo, preservaron toda la literatura que lo me- 
recía. Las obras que era preciso saber de memo- 
ria, o que eran copiadas por mano lenta y cuida- 
dosa, no se prodigaban a las gentes que no las 
querían; quedaban en manos de los hombres de 
gusto. El primer libro abrió la vía al primer pe- 
riódico, y un periódico es algo destinado al olvi- 
do y aun a la destrucción. Con la destrucción 
querida de la obra impresa, el respeto por la lite- 
ratura se desvaneció, y se acabó por emplear un 

91 



RUBÉN DARÍO 

mismo término para designar un poema y las «no- 
ticias del día». Del mismo modo, lo que antes hu- 
biera sido un arte para algunos, llega a ser un 
oficio para una multitud; y mientras que en la pin- 
tura, la escultura, la música, el simple hecho de 
producir significa generalmente un ensayo de 
producción artística, el empleo de las palabras 
impresas y escritas ha llegado necesariamente a 
no tener más importancia que lo que, según el 
decir de un poeta español, es «el cacareo del ani- 
mal humano» (?). Tales razonamientos explican lo 
cortante de las afirmaciones, y dan a entender 
que se trata de un criterio que abomina la casilla 
y la peluca. Muy justamente ha dicho de Symons 
Andrés Ruyters que «tiene en el movimiento in- 
telectual inglés un lugar considerable, menos a 
causa de la influencia que bien quiere ejercer, que 
porque posee en el más alto grado ese don de ani- 
mación que hace de la crítica, no una fría policía 
literaria, sino una viva y ardiente interpretación^. 
En efecto, no veo entre todos los críticos conoci- 
dos ninguno que más libremente se coloque en el 
ambiente del arte puro. Queda aparte la mecáni- 
ca literaria y aun la contraposición de ideas que 
darían a entender un sectarismo cualquiera. A 
través de la arquitectura de la obra, va directa- 
mente a la psique productora, y define su tipo y 
la atmósfera mental en que se produce. 

Los «portraits» no están recargados por el de- 
talle documentario; la vitalidad interior de la figu- 
ra es completa. He ahí que se presentará a Tho- 

92 



R 



mas de Quincey, conocido tan solamente en Euro- 
pa después de la publicación de los Paraísos arti- 
ficiales, de Baudelaire, y cuyas Confesiones, de 
lo más interesante que para el estudio de la ano- 
malía cerebral puede encontrarse. Symons nos 
explica el motivo intelectual de su fatigoso proce- 
dimiento narrativo, y da el buen consejo de leerlo 
«con paciencia, raramente y por fragmentos». 
Para quien haya leído las páginas autobiográficas 
del famoso comedor de opio, no serán sino de un 
valor concentrativo incomparable las siguientes 
palabras del psicólogo-poeta: «Escribe ciertamen- 
te por el placer de escribir, y también para des- 
embarazarse de todas las telarañas que obscure- 
cen su cerebro. Su espíritu es fino, pero sin direc- 
ción; sus nervios vibran de sensaciones mórbidas 
y ellos hablan en todas sus obras. Es un hombre 
de ciencia fuera del mundo, un hombre que se in- 
teresa a su espíritu en sí mismo, y no porque es el 
suyo; tiene el ideal del sabio, de un estilo separado 
de lo que expresa. «Tal la personalidad pensante 
y escribiente de quien tenía como la única miseria 
sin descanso... «el fardo de lo incomunicable.» 

Del yanqui Hawthorne expresa el sentido ca- 
suístico, y colócale de par con Tolsto'í, como el 
único novelista del alma: «Obsedido por lo que es 
obscuro, peligroso, en los confines del bien y del 
mal, por lo que es realmente anormal, si debe- 
mos aceptar la humana naturaleza como una cosa 
establecida entre los límites de la responsabilidad 
y de la conciencia de las relaciones sociales.» No 

93 



R U B E N DARÍO 

hay poco de parentesco íntimo con Poe en el autor 
de Twice-Told Tales, sin tener las alas arcangéli- 
cas y el profundo y transcendente sentido mate- 
mático. Mas Baudelaire, por el lado del pecado, 
habría simpatizado también con él. Así Barbey. 
De tal manera he pensado siempre en Hawthor- 
ne al ver, por ejemplo, aquella aguafuerte de 
Rops para Las Diabólicas, que hay en Le bonheur 
dans le crime. Evocación del vínculo que en la 
obra hawthorniana une a Miriam y Donatello, a 
Hester y a Arthur Dimmesdale. 

Otro retrato es el de William Morris, el poeta 
y poetizador de la vida. «Era el tipo perfecto del 
artista, y no contento con trabajar en su propio 
oficio, la poesía, extendió los principios del arte a 
una muchedumbre de técnicas secundarias, la ta- 
picería, la decoración de muros, la imprenta, que 
él aprendió, como los artistas del Renacimiento 
aprendieron todas las artes y todos los oficios.» 
Mas también, como aquellos artistas, llevó a la 
vida cotidiana las cosas del arte y de las artes, 
haciendo de tal guisa de la existencia una obra 
artística, — hasta los límites posibles. Tal su pa- 
sión social tan concentrada, no fué sino una cari- 
dad de aristócrata que por la belleza quería ayu- 
dar y levantar el espíritu de la muchedumbre de 
abajo. Feliz vivir el de aquel práctico lírico que 
vivía contento, como dice en uno de sus versos, 
de pasar sus días 

. . .Haciendo bellas rimas viejas 
En loor de las muertas castellanas y de los amables caba- 
lleros . 

94 



LETRA S 

Otro retrato es el de Wálter Pater, que también 
fué un prodigioso retratista de retratos imagina- 
rios... En dos rasgos veis surgir aquel admirable 
y poderoso intelecto: «Wálter Pater era un hom- 
bre en el cual la fineza y la sutileza de emoción 
se unían a una exacta y profunda erudición; en el 
cual una personalidad singularmente llena de en- 
canto encontraba para expresarse un estilo abso- 
lutamente propio y absolutamente nuevo, que era 
el más preciosamente y el más curiosamente bello 
de todos los estilos ingleses.» Entusiasta por toda 
la producción del maestro, mira y admira, no so- 
lamente al crítico, sino al autor de obras origina- 
les que cuentan entre lo más definitivo y valioso 
de toda la lectura victoriana. De la misma mane- 
ra nos presenta a George Meredith, esa alta alma 
orgullosa de su ideación y de su singular poder 
verbal, que tantos puntos de contacto tiene con el 
francés Stéphane Mallarmé. Meredith, que escri- 
be el inglés «como una lengua sabia», y que tanto 
en prosa como en verso llega a una casi perfec- 
ción que se creería inaccesible, i Un decadente! 
Sea. La palabra decadente, dice Symons, ha sido 
en Francia y en Inglaterra— en todas partes, hay 
que decir— empequeñecida hasta no ser más que 
una estampilla para una escuela particular de re- 
cientísimos escritores. Lo que decadencia signifi- 
ca en literatura realmente, es esa sabia corrup- 
ción de lenguaje por la cual el estilo deja de ser 
orgánico y llega a ser, persiguiendo tal medio de 
expresión, o tal belleza nueva, deliberadamente 

95 



J? ü B E N DARÍO 

anormal. Esto ya más o menos lo había expresa- 
do en página memorable Théophile Gautier, a 
propósito de Baudelaire . 

De Rober Lois Stevenson sabemos que era un 
artista desdeñoso, enamorado del estilo, y, para 
decirlo así, de una manera apasionada; y sin em- 
bargo, era popular. A propósito de él hace ver 
Symons el error de los críticos que suelen hacer 
elogios aun fuera de razón, sin dar a comprender 
a la muchedumbre leyente el verdadero valor de 
un escritor o de un poeta. 

Otro retrato es el de John A. Symons, cuya 
autobiografía es una obra maestra, y que era un 
«carácter» intelectual; otro es el de Rober Bucha- 
nan, que escribió bellas prosas y bellos versos, 
y que sin embargo no era sino un combatiente, 
un irreductible polemista, especie de León Bloy, 
poeta, que se proclamara ante todo un hombre 
entre los hombres. Otro retrato es el de Wilde, 
hecho con comprensión y serenidad, escrito con 
nobleza. Y siguen otros como los de Hubert Crac- 
kantorpe, el artista tan personal e independiente; 
Rober Criages, el puro lírico; el «patético» Aus- 
tin Dobson. Y es poeta y nada más que poeta; 
Stephen Phillips, que se me antoja el Rosta nd de 
Inglaterra; el pobre alcohólico y bohemio admi- 
rable de poesía que fué Ernest Dowson, que mu- 
rió joven, gastado, por lo que no había nunca sido 
la vida para él, dejando algunos versos que tie- 
nen lo patético de las cosas demasiado jóvenes y 
demasiado frágiles aún para envejecer. Y todos 

96 



E 



R 



esos retratos afirman la seguridad de la mano, la 
fina y potente mirada interior, la transparencia 
del juicio, la auténtica virtualidad incontaminada 
del ánimo, la obra de un maestro. Y no hay sino 
aplaudir a Arthur Herbert, que imprime a la in- 
glesa tan bellos libros ingleses en lengua fran- 
cesa. 




97 




SAINT-POL-ROUX 




orque hay una familia del Río de la 
Plata que ha venido a buscar aire 
fresco a tierra bretona, he oído en 
la mañana de cristal vidalitas jun- 
to a menhires. Gratamente ha- 
brían sorprendido al padre del poeta, que habita 
en el manoir del Boultous, pues recordarán sus 
oídos de viajero antiguas noches de Buenos Ai- 
res, tardes de las costas uruguayas. 

A un lado del camino vemos de cuando en 
cuando cuadros pastoriles o agrícolas. La tierra 
es pobre de árboles. Sobre las colinas nos hacen 
pensar en nuestro Don Quijote los molinos de 
viento. Pegado a los filos de la tierra se ve el 
a jone con sus pompones de oro. En los cuadra- 
dos de hortalizas, la patata, modesta, pero dig- 
namente, luce cerca de la madre col sus flores 



99 



RUBÉN D A R i O 

claras. Encontramos muchachas robustas, cam- 
pesinos, soldados. De pronto, al acabar de subir 
una cuesta, se presenta a nuestra vista el pano- 
rama de Camaret. Las casitas grises pegadas a 
la costa, las barcas de pesca en la bahía, la es- 
puela de roca que se interna en el mar y en cuya 
roseta se aloja la iglesita de Notre-Dame-de- 
Roch-Amadour y el famoso y vetusto castillo de 
Vauban. Al frente, sobre lo alto, se destaca el 
semáforo, y se miran como en un cuento de ca- 
ballero las torres del manoir en que sueña y pien- 
sa Saint-Pol-Roux, no lejos del chalet de Antoi- 
ne, el histrión ilustre. 

Bajo un árbol estamos, ya cerca de la puerta 
en donde nos reciben amables el perro gris y la 
criada rubia. E: 2l salón hay panoplias de ar- 
mas, el piano, los retratos de los hijos y las dos 
insignias pirográíicas que Gauguin tenía en su 
casa de arte allá en Taliti, donde pintó con sol ex- 
traño, metiendo su alma por los ojos entre almas 
primitivas y descubriendo las partes secretas de 
la Belleza. Y cuelgan, seca', ya, las ramas ritua- 
les que vinieron de la iglesia donde se repartieron 
en el día del triunfo de Jesús. 

Estamos luego en un saloncito blanco y oro. 

Sobre el marco del espejo hay pintada una fan- 
tasía marina. En la mesa libros de poetas, en cu- 
yas páginas dicen las sendas dedicatorias los 
más admirativos cenceptos. Y he aquí al dueño 
de casa. Viste el trajo ei ecorre a pie todos 

estos contornos. Te. (' , I ai i o, polainas de 

100 



LETRA S 

cuero, zapatos sólidos. La melena de antaño está 
un tanto recortada. El rostro es dulce, la mirada 
del más bello oriente, el gesto acogedor, la voz 
con blandura e inflexiones de bondad. Ya ha ha- 
blado traternalmente ; ya no nos deja partir sin 
que almorcemos con él; ya habla de América 
como de un país de encanto, y aunque confunde 
a Buenos Aires con el Brasil, a pesar de los peri- 
plos paternales, no importa. Este gran desperta" 
dor de valores del verbo es un sencillo. Este 
«raro» es un familiar. Suele inclinarse de tanto 
en tanto cuando habla, habituado como está a 
portar su carga de pensamiento. Una formidable 
conciencia de su valer le aisla indiferente a los 
vanos esfuerzos de los adoradores del momento. 

Su espíritu ha descifrado lo hondo de la inscrip- 
ción del Templo deifico. Y al oído le han repeti- 
do: Platón, lo Bello es el esplendor de lo Verda- 
dero; Platino, lo Bello es la idea de lo Verda- 
dero; Goethe, hay diosas augustas que reinan en 
la soledad; alrededor de ellas no hay ni lugar ni 
tiempo; se turban cuando se habla de ellas. La 
Bruyére, aquel que no considera al escribir sino 
el gusto de su siglo, piensa más en su persona 
que en sus escritos; hay siempre que tender a la 
perfección, y entonces, esta justicia, que nos es 
a veces negada por nuestros contemporáneos, la 
posteridad sabe otorgárnosla.— -Con tales ensal- 
mos bien aprendidos se abren innumerables sésa- 
mos invisibles. 

El meridional que ha cantado tan bellamente a 

101 



RUBÉN DARÍO 

la sonora Marsella, ha extraído de los silencios 
de Bretaña ricos diamantes de concentración. 
Asombra la joyería metafórica y el prodigio de 
combinaciones ideícas; es el dominio del iris y la 
sujeción de todas las gamas; y el volcar de la 
aladínica mina íntima un inacabable tesoro. 

Emperador de las Imágenes, rey de las Analo- 
gías, es para mí un gran placer la comunicación 
fraternal con tal creador de nuevas existencias y 
conceptos, y mirar, por el don amistoso, como la 
del argentino Lugones, como la del griego Mo- 
reas, transparente su alma. Tales tratos inmuni- 
zan contra la mirada de los basiliscos y las pon- 
zoñas de los escorpiones. 

Eíre admire n'est rien, l'affaire csí d'éíre aimé, 

dijo un lírico de sufrimiento. Saint-Pol-Roux ha 
logrado ambas cosas. 

• Se presentó, toda ella un bouquet de gracia, 
Mme. Sair.t-Pol-Roux. Es parisiense de París, y 
a pesar de sus largos años de Bretaña hay en su 
acento un grato acento montmartrés. Nos senta- 
mos a la mesa. Y aparecen también Coecilien, 
tan celebrado por su prosa gallarda como por 
buen nadador y mozo de corazón, y Loredán, en 
la flor de los catorce años, y Divine, la diminuta 
y gentil madrina de la antigua chaumiere de Ros- 
canvel. Y así todo, desde el pescado hasta el 
champaña entablamos la más sabrosa de las char- 
las. Descubro a Ricardo Rojas, ojos de fauno, 
cuando al decir sus años aplaudimos tanta juven- 

102 



LETRA S 

tud. Y nos vamos luego, con un gran cariño y 
una admiración gra nde, frescos aun los labios de 
la espuma del montebello. 

Y ya de vuelta, al descender las colinas en la 
tarde de ámbar, pienso en la obra vasta de ese 
solitario que ha huido de la ciudad dorada y mar- 
tirizadora, y que va descendiendo su existencia 
apoyado en su bastón de cordura. El fué con los 
del alba simbolista, de los que comenzaron a 
practicar la libertad mental sin dejar por eso de 
amar a sus maestros «como a dioses», siendo los 
dos maestros, el uno un pobre profesor de inglés, 
el otro un bohemio desventurado, ebrio de alco- 
holes y de dolores. Es el poeta de sus Ancienne- 
tés, en que canta en «el tiempo abstracto de lo 
solo» el orgullo humano hecho una llama, a su 
manera, la arcilla ideal de Hugo, de la reina pri- 
mitiva, de la «rosa maligna»; la vuelta de Odises; 
el chivo emisario en el mundo judío, la divina 
Magdalena, 

La femme au coeur plus grand qu'un lever de soleil 

Lázaro y el Gólgota, en versos que hubieran sido 
de un Leconte de L'Isle flexible y trascendente. 
Aquellos pasados «reposorios» que aparecían 
en el primer Mercare, y hoy coleccionados en se- 
ries que forman una sucesión de, como dice el 
poeta, «temas filosóficos, símbolos de alma, nota- 
ciones de estaciones, pinturas de horas, magias 
de fenómenos», constituyen una de las obras más 
hondas y más puramente artísticas de la última 

103 



RUBÉN DARÍO 

época intelectual. Son de esas criaturas cerebra- 
les que suelen resucitar a través de los siglos. 

Concentraré. Aún me deleita, como la prime- 
ra vez, aquella inicial significación de las alon- 
dras. «Les coups de ciseaux gravissent l'air.» 
Es el poemal comienzo de la vida en la sucesión 
cotidiana. Son el clarín del gallo, «la diana» y la 
salida del sol. De poner los ojos en una rata nace 
una música de ideas, y aun de ver la ropa lavada 
que tiende la madre en la aldea. Cada paso en la 
existencia da nacimiento a una lírica expansión. 
Interpreta el tiempo, el número, el espacio. Siem- 
pre está en él el pensamiento. Las apariencias se 
expresan, se entrelazan las alegorías. ¿Es prosa, 
es verso? El ritmo impera. Y hay verso y prosa, 
o solo verso, según el entender mallarmeano. 

Yo he respirado los perfumes de la Rosa y me 
he herido en las Espinas del camino... Del sol 
me he abrevado con el que nació en el Mediodía 
y no he perdido nunca su don apolíneo; y con 
brazos de fuego he penetrado la floresta del mis- 
terio, clamando, por donde Mseterlinck habla en 
voz baja... 

Largas páginas tendría que escribir para hacer 
un estudio de esta producción de psíquicas pie- 
dras preciosas. Desde el primero hasta el recien- 
te tomo de los Reposorios, la maestría se ha que- 
rido demostrar, lográndolo, poseída de don infu- 
so, extraordinario. ¿Quién le llamó pastor? ¿Quién 
le llamó loco? Pastor de ideas, loco de poesía, con 
más filosofía que las bibliotecas y ardiendo en 

104 



LETRA S 

amor humano. ¡Ser pastor, Dios mío, ser pastor 
como Apolo, como Jesucristo! estado, por consi- 
guiente divino. 

Rara vez habréis leído en ningún autor tal ma- 
ravilla de transposiciones conceptuales en un 
discurso prestigioso casi todo constituido de alu- 
sión. Y la manera es por extremo singular de ar- 
monía y de libre voluntad. El poeta dice en cor- 
tos períodos sonoros las voliciones íntimas de las 
cosas, los secretos del vínculo, las corresponden- 
cias de las plantas y de los animales, Gaspard 
Hauser en el arca de Noé, Orfeo que ha habitado 
en París. ¿Quién aseguraba que tan solamente en 
el Norte florecía bajo las nieblas el árbol del mis- 
terio? De misterio vivía envuelto en sol Raimun- 
do Lulio, en un día hecho de pedrerías; de miste- 
rio arden aún las mágicas Mil y una Noches, y 
por Saint-Pol-Roux del misterio vienen, de una 
selva encantada de misterio, su blanca Paloma, 
su negro Cuervo, su Pavo real. 

«Por mínimo que fuese, yo he sido, tal vez por 
momentos, el protagonista del gran Pan», dice 
alguna vez. 

Es la reducción del Universo al servicio del 
poeta, en cuya alma, por divina virtud, se juntan 
todo el tiempo y todo el espacio. ¿A quién se pa- 
rece Saint-Pol-Roux? Primeramente, «a sí mis- 
mo», y luego, a la Poesía. Mas no por ser tal flor 
de propio carácter dejará de tener tales relacio- 
nes. Hay en la obra de Saint-Pol-Roux esencias 
que creéis distinguir en el ramo singular. Esencia 

105 



RUBÉN DARÍO 

de Píndaro y esencia de Ezequiel, esencia de Ra- 
belais y esencia de Virgilio, esencia de Góngora 
y esencia de Hugo, esencia de Goethe y esencia 
de Mallarmé... Mas, sobre todo, esencia del día y 
esencia de la noche, esencia del cielo y esencia 
de la tierra, esencia de la Vida y esencia de la 
Muerte. ¡La Muerte! Desde Orcagna, desde la 
danza Macabra, nadie ha podido como él traer 
por el poder del Arte ante nuestros ojos, perso- 
nalizada y vestida de símbolos, a la siniestra Fla- 
ca, a la Dama de la Hoz. Una vez lograda esa 
caza de prodigio, volvió a los reinos vitales. 

Y así continúa, coleccionando en el receptáculo 
de los libros la riqueza que extrae de sus hondos 
senos propios. Y para andar entre las gentes 
preciso le es el hablar el idioma de todos los días, 
vivir la diaria vida. Sus pescadores, sus vecinos 
sencillos, le aman. Cuando pasa por las calles del 
pueblo todo el mundo le señala con afecto. 

Con las rocas habita, en una altura, en frente 
del mar. Abajo tiene arena blanda ; sedas de es- 
puma. Y en el invierno, el viento hace temblar el 
manoir. Se levanta matinal. Trabaja fumando su 
pipa. La luz de su lámpara sirve de faro a las 
barcas de pesca que vuelven por la madrugada. 



106 




EL PUEBLO DEL POLO 




l progreso moderno es enemigo del 
ensueño y del misterio, en cuanto a 
que se ha circunscrito a la idea de 
utilidad. Mas, no habiéndose toda- 
vía dado un solo paso en lo que se 
refiere al origen de la vida y a nuestra desapari- 
ción en la inevitable muerte, el ensueño y el mis- 
terio permanecen con su eterna atracción. Lo 
desconocido en la naturaleza surge de repente en 
formas tales, que llegan a realizar lo imaginado. 
El radium es un milagro. Todavía no se sabe lo 
que es la electricidad. A este propósito, en un li- 
bro reciente, dice M. Lucien Poincaré: «Los espí- 
ritus, aun los más cultivados, tienen una ten- 
dencia tan natural como engañadora a creer que 
han comprendido la causa de un fenómeno cuan- 
do se ha dado una explicación que junta ese fenó- 



107 



RUBÉN DARÍO 

meno a otro anteriormente conocido, y al cual se 
está acostumbrado desde hace tiempo. Reflexió- 
nese un poco y se advertirá que el embarazo en 
que se encuentra el sabio sería igualmente gran- 
de si fuera preciso dar una explicación completa 
de no importa qué otro fenómeno físico, aun to- 
mado entre los más familiares. Si ante una de las 
aplicaciones más sencillas y más vulgares de la 
corriente eléctrica, en frente, supongamos, de 
una modesta campanilla eléctrica, el físico se en- 
cuentra un tanto molesto cuando se le pregunta 
cómo la energía de la pila se transporta a lo lar- 
go de un hilo, y a qué modificaciones en el hierro 
corresponde la imantación del electroimán, esta- 
ría en el derecho de hacer notar que sabría, ade- 
más, satisfacer plenamente la curiosidad de quien 
quisiera darse una cuenta enteramente exacta de 
las razones profundas por las cuales la vieja y 
respetable campanilla antaño usada hace oir un 
sonido cuando se tira del cordón.» Así en todo. 
La ciencia de hoy corrige a la de ayer; mas poco 
a poco y de tiempo en tiempo se descubre o se 
entrevé un nuevo enigma del universo, que hace 
más profundo y formidable el enigma total. Mu- 
chos creen que la astronomía y la química son 
las sucesoras de la astrología y de la alquimia, 
|De ninguna manera! protesta un estudioso como 
M. Jacques Brieu. Preguntad a Paúl Flamblart, 
Selva, Fomalhaut, Barlet y algunos otros, de los 
cuales tres o cuatro, por lo menos, son antiguos 
alumnos de la Politécnica, si se debe confundir la 

t08 



LETRA S 

astrología con la astronomía. Esta difiere de aqué- 
lla tanto como la anatomía de la fisiología y de la 
psicología. En cuanto a la química, contiena a 
apenas ahora a entrar en los dominios de la al- 
quimia. — Dijérase que el ejercicio de la inteligen- 
cia nunca como hoy ha contado con más investi- 
gadores de absoluto. En otras épocas, la concen- 
tración de la labor mental, en solitarios gabinetes 
y en silenciosas celdas de conventos, se tendía 
por el esfuerzo teológico a la rebusca y com- 
prensión de Dios. Hoy la unida labor intelectual 
se dirige a la exploración de la materia y de la 
fuerza, de lo arcano inmediato, de lo que nos ro- 
dea j está en nosotros mismos. 

Pero, tanto en lo lejano de los astros apenas 
vislumbrados con el aún impotente telescopio, 
como en lo recóndito de la vida atómica, hay un 
infinito ignorado. La geografía ha avanzado mu- 
cho. Mas ¿está todo el globo ya en nuestros nutri- 
dos inventarios? Hay todavía rincones inviolados. 
Y está el Polo, guardado aún por la enorme y 
blanca esfinge que surge en una de las más ma- 
ravillosas creaciones o supervisiones de Poe. 



* ♦ 

Tales temas tientan hoy a más de un escritor 
de imaginación. Wells, el inglés, ha sido el con- 
quistador de la celebridad inmediata por sus no- 
velas extraordinarias. Hay antecesores ilustres, y 
con razón se ha citado a este respecto los nom- 

109 



RUBÉN DARÍO 

bres de Poe, de Villiers de l'Isle Adam, y aun el 
del venerable y pueril Julio Verne. 

Otros pueden agregarse, en cierto sentido, 
como Lytton Bwllver o Rider Hagard. En Fran- 
cia, y tratándose únicamente de la sorpresa in- 
telectual producida por la obra de Wells, no ha- 
bían aparecido aún seguidores del autor británi- 
co. M. Charles Derennes, cuya reciente obra El 
pueblo del Polo acabo de leer, me parece que ini- 
cia la serie de los imitadores, y a pesar de lo que 
en su contra tiene toda imitación, el libro de que 
trato logra el propósito, y podría pasar por «du 
Wells», si no apareciese en medio de los más in- 
teresantes momentos de la acción el inevitable 
«esprit», que echa a perder la intensidad de lo 
que nos conmueve y hace pensar. 

La fabulación es sencilla; y el procedimiento 
conocido: prólogo explicativo, manuscrito encon- 
trado. El autor cuenta que en Septiembre del año 
de 1906 se encontraba en Saint-Margarit Bay, 
pueblo del condado Real, en la costa del Paso de 
Calais, a seis millas de Dover. Allí se junta con 
un su amigo, Luis Valentón, profesor del Colegio 
de Francia, miembro del Instituto, que ha hecho 
grandes exploraciones en Siberia, y que ha descu- 
bierto muchas cosas; entre ellas un esqueleto de 
animal desconocido que habría regocijado al 
sabio Ameghino y que él califica de antroposau- 
ro. Este animal, explica Valentón, es contempo- 
ráneo de los primeros hombres, y la inteligen- 
cia humana y la inteligencia . . . antroposauria 

110 



E T R A S 

han debido, en una época, existir juntamente... 

Hay una comparación que me parece explicar 
bien la manera con que las especies evolucionan, 
se transforman y salenjlas unas de las otras. Ima- 
ginada familia que posee una casa en un país fér- 
til. Los campos la nutren, nutren a los primeros 
hijos y aun, quizás, a los hijos de esos hijos; pero 
la raza se multiplica, el terreno no basta ya, y 
pronto tienen las nuevas generaciones que ir a 
buscar fortuna a otra parte. Esos hombres llegan 
a ser lo que la naturaleza de su patria de adop- 
ción quiere que sean; si el país es, por ejemplo, 
cubierto de bosques y poblado de animales, serán 
cazadores y no agricultores como sus hermanos 
y primos que han quedado en la tierra original de 
la raza. 

Así, abandonando los pantanos primitivos don- 
de vivían los monstruosos saurios de las viejas 
edades, ciertas especies han, poco a poco, gana- 
do la tierra firme, se han cubierto de pelo, y de 
ellas han salido las razas mamíferas. Pero las es- 
pecies fraternas que habían permanecido en los 
pantanos no dejaron de transformarse menos en 
el sentido del progreso, y entonces, ¿qué de extra- 
ño hay en que una o varias de ellas hayan llega- 
do, como la especie humana, hasta la posesión de 
un f cerebro dotado de razón y de inteligencia, 
punto culminante del progreso que nos es permiti- 
do concebir para un ser viviente? 

En resumen; queda casi afirmada la existencia 
del antroposaurio, rival único del primate triun- 

111 



E U B E N DARÍO 

fante, del rey de la creación. Mas ¿dónde existe 
el antroposaurio? *Quelque part ily a quelque cho- 
se», dice el miembro del Instituto. Y entrega al 
autor un manuscrito, encontrado cerca de los hie- 
los polares entre una lata de gasolina—, como el 
de un cuento de Poe fué encontrado en una bo- 
tella. 

* 
* * 

En el manuscrito cuenta un tal Vénasque las 
más raras aventuras. Después de una introduc- 
ción sobre los antecedentes familiares y su modo 
de ver y de pensar, presenta a un su amigo lla- 
mado Ceintra, ingeniero, preocupado del proble- 
ma de la navegación aérea. Ambos se proponen 
construir un dirigible con el cual pueden ir nada 
menos que a descubrir el Polo—, anticipándose 
así a los proyectos de la expedición Wellmann, 
de que tanto se ha hablado últimamente. Se en- 
sayó un primer globo cerca de París. Para el se- 
gundo se pensó en un lugar cercano a las regio 
nes árticas, «a fin de que las condiciones climaté- 
ricas durante las experiencias y durante el viaj< 
fuesen las mismas» . Escogieron Kabarowa, al- 
dea samoyeda, al Sur del estrecho de Yugor, a la 
entrada del mar de Mará, último lugar habitado 
que vio Nansen antes de internarse entre las nie- 
ves polares. 

Para abreviar detalles: el dirigible dio buen re- 
sultado y ambos amigos se embarcaron con rum- 
bo a lo desconocido. Después de pasada una vas- 

112 



LETRA S 

ta región glacial, se encuentran conque la tem- 
peratura desciende. Y, primera sorpresa extraor- 
dinaria, entran en la verdadera parte polar de la 
tierra, en donde el día, según lo advierten, es de 
color violeta. Descubren aspectos extraños, ve- 
getaciones distintas a las conocidas. El paisaje no 
tenía verdaderamente nada de terrestre. Y fué 
mucho peor cuando, de pronto, el manto de bru- 
ma que cubría el horizonte se desgarró y el sol 
del Polo apareció en el extremo de la llanura, in- 
menso y semejante a un escudo de metal empa- 
ñado; el poder del dueño de la Tierra parecía aquí 
aniquilado por el de la singular fuerza luminosa 
que había invadido el cielo; ningún rayo emana- 
ba de él, y se veía en la claridad violeta como 
una luciérnaga bajo el brillo de una lámpara de 
arco. A esa luz misteriosa perciben el vuelo de 
no conocidos pájaros. La influencia de un gran 
peso de ondas eléctricas se reconoce en el am- 
biente . Quieren huir, pero no pueden mover el 
globo, a pesar de funcionar bien el motor; y la 
barquilla, que tiene gran parte acerada, es 
atraída por un enorme imán, como el del cuento 
de Simbad. Por de pronto, los viajeros viven de 
sus provisiones, y tienen de ellas copioso depósi- 
to. Se convencen, con todo, de que son prisione- 
ros de seres inteligentes que les rodean sin dejar- 
se vencer por ellos. 

En la tierra encuentran huellas de un animal 
ignorado . La arcilla suave y flexible había neta- 
mente guardado la huella del paso de un animal... 

8 113 



i? U B E N DARÍO 

Un paso aquí, otro allá... tiene el aspecto de una 
huella de bípedo, o, mejor, de un animal que uti- 
liza únicamente para caminar sus miembros pos- 
teriores y su cola: algo como un kanguro... ¿Se 
trata del iguanodon...? Quizá hay rebaños de igua- 
nodones, de iguanodones domesticados... Como el 
lector comprende, el antroposaurio va a apare- 
cer. Han encontrado, en ciertas rocas, o en la tie- 
rra, puertas metálicas. Han oído ruidos subterrá- 
neos. Y luego, se dan cuenta de que les han roba- 
do varias piezas del motor. Advierten que la luz 
especial que allí forma el día es producida a vo- 
luntad. Por fin, un ser, el «ser» de esos lugares, se 
deja ver. «Desde que hube observado ese cráneo 
extremadamente desarrollado, hipertrofiado en 
partes, y como hinchado de un exceso de cerebro; 
desde que, sobre todo, los grandes ojos ilumina- 
dos de un reflejo interior, se fijaron en los míos, 
comprendí definitivamente que esa criatura esta- 
ba dotada de razón. 

»Pero el aspecto del monstruo no recordaba en 
nada el del hombre. Estaba acurrucado sobre sus 
miembros posteriores, y debía andar apoyándose 
en su fuerte cola; sus brazos grotescos y cortos, 
en lugar de caer en el reposo, a lo largo de los 
costados, parecían restos de manos, sino dedos 
unidos directamente a los puños, dedos desunidos 
y larguísimos, más largos que los brazos, al pa- 
recer, y semejantes a tentáculos. Sobre, la cara, 
nada de pelos; una piel descolorida y pálida que 
me hacía pensar en una cabeza de ternero pela- 

114 



LETRA S 

da. Los ojos redondos, ligeramente salientes y 
metidos, sin párpados visibles en las órbitas pro- 
minentes. En lugar de nariz, dos hoyos profundos 
de donde salía vapor; abajo, la raja desmesurada 
de una boca de reptil provista de muchos dientes 
agudos que no llegaban a cubrir los labios delga- 
dos y córneos. En las comisuras de los labios, que 
se juntaban casi a las orejas movibles y minúscu- 
las, salía un poco de saliva. El mentón no existía, 
o desaparecía bajo los lisos repliegues de pellejo 
blando que había sobre el cuello y la parte supe- 
rior del tronco. Después, por dos veces, los pár- 
pados se agitaron, y velaron un instante los ojos, 
blancos, tenues, casi diáfanos, como los de las 
serpientes o de los pájaros». 

Poco a poco, Vénasque llega a hacerse vaga- 
mente comprender por señas de algunos de los 
monstruos. Mas el ingeniero Ceintras se vuelve 
loco, y, una vez que han podido penetrar en el 
imperio subterráneo de los habitantes del Polo, si 
Vénasque tiene tiempo para observar un sistema 
de gobierno, una ciencia y una vida social singu- 
lares, su compañero, armado de una carabina, 
asesina una cantidad increíble de antroposaurios; 
el paso de los dos humanos ha sido una catástrofe 
en ese mundo recóndito. El loco se pierde entre 
los hielos, una vez salido de las entrañas de la 
tierra; y Vénasque puede aún escribir su relación 
antes de la inevitable desaparición. Ese es el resu- 
men de la obra. 



*** 



115 



RUBÉN 



DARÍO 



Desde luego, como he dicho, el libro interesa. 
Desgraciadamente, en lo mejor de la narración, 
un diálogo que se quiere hacer espiritual, la cosa 
parisiense, la «blague» bulevardera, descompone 
la tensión curiosa del que lee. Algunas descrip- 
ciones del novelista hacen pensar en otros auto- 
res. La luz producida por una fuerza especial que 
maneja un sabio tan solamente dedicado a eso, 
recuerda el «vril» de la también subterránea 
«raza futura» de lord Lytton. La labor de los po- 
lares y hasta su superdesarrollado cerebro, tie- 
nen más de un punto de semejanza con los sela- 
nitas y con los marcianos de dos novelas de 
Wells muy conocidas. A pesar de todo, me ha com- 
placido le lectura de este volumen, que no tiene 
nada que ver con el adulterio y el apachismo am- 
bientes, y cuyo autor busca en problemas cientí- 
ficos atrayentes como las más bien urdidas fábu- 
las, un tema que hace pensar y mantiene la aten- 
ción viva. 




116 




^.2¿^ 



HÉRCULES Y DON QUIJOTE 




n notable escritor y poeta, que por 
cierto es de la familia de Castelar — 
me refiero a don Mariano Miguel 
de Val, dice lo siguiente: 
«Es un libro que está por hacer- 
se, a pesar de lo agotado que parecía el tema: 
Hércules y Sileno, precursores del valeroso hi- 
dalgo Don Quijote y de su escudero Sancho. 
Hércules, libertador de los oprimidos, amparo de 
los débiles, castigo de los tiranos y espanto de los 
monstruos, tiene tales analogías con el ingenioso 
hidalgo de la Mancha, que hasta la protección de 
Palas Atenea, diosa de la sabiduría, parece sen- 
tar el principio de que también al hijo adulterino 
de Júpiter le sorbieron el seso los libros, más o 
menos de caballerías.» 
La comparación de Don Quijote con Hércules 

117 



RÚBEA DARÍO 

me parece nueva e ingeniosa. La de Sancho y Si- 
leno la había hecho ya el gran Hugo en un capí- 
tulo de su William Shakespeare. 

«En Cervantes— dice — , un recién llegado entre- 
visto en Rabelais, hace decididamente su entrada: 
es el buen sentido. Se le ha percibido en Panurgo, 
se le ve de lleno en Sancho. Llega como el Sileno 
de Plauto, y él también puede decir: Soy el Dios 
montado sobre un asno.» 

El señor de Val busca los puntos de semejanza 
en los dos héroes. Hércules, en su destierro, con- 
denado por Anfitrión, rey de Tebas, haciendo 
vida pastoril, y don Quijote, enamorado y poeta, 
en Sierra Morena. En las «salidas» hubo induda- 
blemente muchos «trabajos»; las aventuras de los 
molinos de viento, en la venta, lo del yelmo de 
Mambrino, la liberación de los presos, el caballe- 
ro del bosque, los leones, a los cuales se pueden 
agregar el descenso a la cu eva de Montesinos, 
los batanes, los cuadrilleros, el barco encantado 
y tantos otros momentos de la vida heroica del 
caballero de los caballeros. 

Todo esto, desde cierto punto de vista, es com- 
parable con las hazañas del esposo de Deyanira. 
Mas, a mi entender, la psico logia, digamos así, 
de los dos personajes, es absolutamente distinta. 
Además, Don Quijote es inseparable de Rocinan- 
te. Es el «caballero». Diríase que sin su caballería 
está incompleto. Cuando no va en Rocinante 
hacia el heroísmo, va en Clavileño hacia el ensue- 
ño. Hércules no cabalga. La única vez que usa 

118 



LETRA S 

de corceles es cuando ya consumido su cuerpo 
por las llamas en la cumbre del (Eta, en soberbia 
apoteosis, y bajo su olímpico aspecto de inmortal, 
asciende, por orden de Júpiter, hasta los astros, 
en un carro tirado por una cuadriga: 

Quem paíer omnipotens inter cava nubila raplum 
Quadrijugo curru radianlibus iníulit astris. 

Podríase comparar don Quijote, a ese respecto, 
con Belerofonte, con Perseo, ambos jinetes de Pe- 
gaso y sublimes caballeros andantes. Cervantes 
cita poco a Hércules. En la primera parte del Qui- 
jote, cuando habla de las lecturas del héroe, dice: 

«Mejor estaba con Bernardo del Carpió, por- 
que en Roncesvalles había muerto a Roldan el 
encantado valiéndose de la industria de Hércules, 
cuando ahogó a Anteón, el hijo de la Tierra, 
entre los brazos.» 

Hércules es el prototipo de la fuerza bruta, 
aunque, según las palabras de Muller, «lo heroi- 
co-ideal está expresado con la mayor fuerza en 
Hércules, quien fué preeminentemente un héroe 
nacional helénico. Su semejante bíblico es San- 
són. Don Quijote es el Espíritu cabalgante, el Ideal 
caballero. Otros hay que pudiéranse nombrar a 
su respecto: el ya dicho Perso, San Jorge, Santia- 
go, Astolfo— y todo Poeta que monta en Pegaso. 

Don Quijote es casto. Hércules es tan lascivo 
como Pan. En el canto en que Deyanira se dirige 
a su esposo en las Nereidas, de Ovidio, ella enu- 

119 



RUBÉN D A R ¿ O 

mera alguna de las eróticas fazañas del formida- 
ble marcheur. Le habla de sus amoríos errantes 
y variados. «Cualquier mujer, le dice, puede ser 
madre por obra tuya.» Le recuerda la violación 
de Angea y el «pueblo de mujeres», nietas de 
Teutra, de las cuales gozó, y la tremenda Onfa- 
lia, que afemina al beluario, y le hace hilar a sus 
pies como a una esclava. Don Quijote no encuen- 
tra siquiera a Dulcinea y no se deja tentar por 
la carne, siempre con el alma de hinojos ante la 
figura soñada. Hércules, por fin, es el semidiós 
medio bandido, y don Quijote, aunque él asegure, 
al compararse con don San Jorge y don San Die- 
go y otros caballeros canonizados, que ellos pe- 
learon a lo divino y él a lo humano, es un paladín 
medio santo. 

¿Y Sancho y Sileno? Ya hemos visto cómo 
Hugo hace la comparación en su libro sobre Sha- 
kespeare. Sancho es también inseparable de su 
asno. Recordaré el párrafo del admirable capítulo: 

«Llega como el Sileno de Plauto y él también 
puede decir: Soy el Dios montado sobre un asno. 
La cordura en seguida, la razón muy tarda; es la 
historia extrema del espíritu humano. ¿Qué de 
más cuerdo que todas las religiones? ¿Qué de 
menos razonable? Morales verdaderas, dogmas 
falsos. La cordura está en Homero y en Job; la 
razón, tal como debe ser para vencer los prejui- 
cios, es decir, completa y armada en guerra, no 
estará sino en Voltaire. 

El buen sentido no es la cordura y no es la ra- 

120 



R 



zón. Es un poco de lo uno y un poco de lo otro, 
con un matiz de egoísmo. Cervantes lo pone a 
caballo sobre la ignorancia, y al mismo tiempo, 
acabando su irrisión profunda, da por caballería 
al heroísmo la fatiga. Así muestra, en uno des- 
pués del otro, el uno con el otro, los dos perfiles 
del hombre y las parodias, sin más piedad para lo 
sublime que para lo grotesco. El hipógrifo llega 
a ser Rocinante. Detrás del personaje ecuestre, 
Cervantes crea y pone en marcha el personaje 
asnal. Entusiasmo entra en campaña. Ironía sigue 
al paso. Los altos hechos de Don Quijote, sus es- 
polazos, su gran lanza enderezada, son juzgados 
por el asno; perito en molinos. La invención de 
Cervantes es magistral, hasta el punto que hay 
entre el hombre tipo y el cuadrúpedo complemen- 
to, adherencia estatuaria, el razonador como el 
aventurero hace un solo cuerpo con la bestia, 
que le es propia, y no se puede desmontar ni a 
Don Quijote ni a Sancho Panza . » 

El asno de Sancho es silencioso y paciente, el 
asno de Sileno de Plauto está dotado del don de 
la palabra, como el de Balaan, como el que dialo- 
ga en Turmeda, como el que habla largamente 
al filósofo Kant en el poema de Víctor Hugo . El 
asno ha tenido insignes cantores desde Grecia y 
Roma, hasta Daniel Heinsius, hasta Hugo, hasta 
nuestro buen Lugones. Cierto es que, el dulce 
animal de las largas orejas, además de conducir 
a Sancho y a Sileno, sirvió de caballería triunfal 
al Señor de Amor en su entrada a Jerusalén. 

121 




UN RECUERDO A CASTELAR 



.. mam 




ace poco tiempo, el señor don Adol- 
fo Calzado, publicó un volumen que 
contiene muchas cartas de Caste- 
lar, dirigidas a él— desde el año 
de 1868 hasta el 98— , y otras escri- 
tas a Castelar por Víctor Hugo, Renán, Dumas, 
Duque de la Victoria, Mazzini, Thiers, Garibaldi 
y otros famosos y gloriosos hombres de diferen- 
tes naciones. 

El señor Calzado fué el amigo más íntimo de 
Castelar, y quien, sin alardes de humillante me- 
cenismo, ayudó pecuniariamente al gran orador, 
en ocasiones en que éste necesitaba de su apoyo. 
Calzado, rico banquero muy conocido en París, y 
al propio tiempo persona de superior cultura, ha 
escogido, entre las muchas cartas que recibiera, 
las principales. 

123 



R V B E N DA R 1 O 

«¿De qué manera— dice en el prólogo —he pro- 
cedido al ordenar estas cartas? Desde luego he 
hecho poco uso de aquellas cortas circulares que 
me enviaba Castelar periódicamente, al mismo 
tiempo que a otros cuatro amigos, las cuales dic- 
taba a su secretario para que sacase copias de 
ellas. Doy preferencia a las íntimas, porque re- 
flejan idénticos pensamientos con mayor espon- 
taneidad y abandono, bien que ofrezcan el peligro 
de hacerme parecer inmodesto, aceptando elogios 
inmerecidos y expansiones que el lector, con su 
buen criterio, achacará indudablemente a la par- 
cialidad del amigo. Después he eliminado lo agre- 
sivo, lo que, dicho en la intimidad y con el calor 
y la vehemencia de la lucha, pudiera ofender a 
muchos que fueron amigos suyos y son sus pri- 
meros admiradores. Por el deleznable fin de sazo- 
narle a la curiosidad pública manjares, con la sal 
y pimienta del escándalo, hubiera faltado a debe- 
res elementales. Tampoco he querido suavizar 
aquellas frases de ingenio tan peculiares en él, 
verdaderos zarpazos de león, para convertirlos 
en vulgares arañazos de gato. Suprimiéndolas 
sencillamente, si no doy gusto a los aficionados 
al escándalo, dejo en pie la idea, el concepto, que 
por faltar un adjetivo o un donaire no pierden su 
razón y su virtualidad.» 

El compilador, respecto a las necesidades de 
aquel grande hombre que cumplió con el deber 
estético de darse la mejor vida posible, agrega: 

«No me he creído con derecho a suprimir lo re- 

124 



LETRA S 

lativo a sus apuros económicos, porque ponen en 
relieve su laboriosísima existencia, su trabajo dia- 
rio de diez horas, y cómo el hombre que ocupó los 
primeros puestos en la nación murió tan pobre 
que cuatro amigos tuvieron que pagarle el entie- 
rro. ¡Y no fué un entierro nacional, si fueron na- 
cionales el duelo y el quebranto!» 

Al leer la correspondencia de Castelar se ve 
ante todo la facilidad de fuente que había en aquel 
surtidor de ideas y de cláusulas armoniosas. Cas- 
telar en sus cartas, como en sus novelas, como 
en sus artículos, es el Castelar de los discursos, 
es siempre el orador. Hace su frase, busca la ca- 
dencia y el efecto, redondea su hipérbaton. Así 
era también en su conversación. Y, a propósito, 
fué Castelar q uien me presentó a su amigo Cal- 
zado, una vez que almorzamos en su casa de la 
calle de Serrano . Otra cosa que se advierte en 
seguida es la vehemencia meridional en todo, y 
una facultad de dar en todo, un soplo de lirismo. 

Claro que lo que principalmente preocupa al 
escritor se ve que es la política, y de política tra- 
tan la mayor parte de las epístolas. Tanto como 
la política española dijérase que le interesa la 
francesa; y se sienten sus protestas, sus enojos, 
sus críticas, llenas de fogosidad. No queda muy 
bien Gambetta ante sus juicios.- Y cuando Caste- 
lar se exalta, no se para en señalar hasta el de- 
fecto de ser tuerto. 

También resalta el ingenuo y natural orgullo 
de quien sabía lo que era y lo que valía. Esa águi- 

125 



RUBÉN DARÍO 

la tiene mucho de pavo real. Y la verdad es que 
los oros y colores de su estilo brillan lindamente 
al sol. Hugo tenía también ese conocimiento de 
lo desmesurado de su genio, y asimismo mostraba 
su soberanía con sencillez, simplemente, como un 
león. Y hay que ver el cambio de cumplimientos 
olímpicos entre el gran francés y el gran español. 

Y todo eso estaba perfectamente. Castelar no 
iba a dirigir sus pomposos elogios a M . Tartam- 
pion, ni Víctor Hugo sus inciensos pontificios a 
Juan de las Viñas. 

Otra cosa que advertiréis es el trabajo formi- 
dable de aquel cerebro excepcional. Aunque la 
política le quitase mucho tiempo, él se arreglaba 
de modo que, mientras había libros suyos en 
prensa, iban sus larguísimas y profusas corres- 
pondencias a Buenos Aires, a Montevideo, a Ve- 
nezuela, México, a Nueva York, fuera de su co- 
laboración en diarios y revistas europeas. Gana- 
ba mucho dinero, es verdad; puede decirse que 
nadie aquí ha sacado tanto oro de sus tinteros. 
Pero gastaba mucho; su vida de gran señor y de 
hombre de buen gusto le costaba un dineral, y ya 
habéis visto cómo Calzado cuenta que cuatro ami- 
gos tuvieron que pagar su entierro. 

Hay en esas cartas opiniones sobre hechos y 
sobre gentes, sobre arte, vida pública; paisajes 
rápidos, soñaciones e intenciones de poeta. Es- 
cribe en una parte, desde Étretat: 

«Tengo el valor de predicar a un poeta prusia- 
no, muy amigo de Bismark, su agente en Roma, 

126 



LETRA S 

que Alemania debe reconciliarse con Francia, 
como se ha reconciliado con Italia, volviéndole 
Milán y Venecia. Por consiguiente, debe volver 
a Francia, Metz y Estraburgo.» 

Una tablita: 

«Querido Adolfo: Aquí me tienes en la soledad 
más completa. Frente de mis balcones se extien- 
de el Mediterráneo, que me envía sus frescas y a 
veces tempestuosas brisas; en torno de la casa 
una multitud de colinas sombreadas por pinos de 
Italia, y en cuyas cañadas crecen las higueras, 
lo s naranjales y las palmas . » 

Política europea: 

«Estoy indignado con ese bárbaro zar moscovi- 
ta . Después de haber echado los pobres servios 
al campo, todavía los insulta. Después de haber 
convertido el ejército servio en ejército ruso, to- 
davía escupe por el colmillo. Ayer comí en casa 
de Layard con tres diputados conservadores del 
Parlamento inglés. Me dijeron que Alejandro la- 
dra , pero no muerde . » 

Un buen párrafo para Gambetta, en Noviem- 
bre del 76: 

«La campaña de Gambetta me admira más 
cada día. Es el verdadero talento político que hay 
en la democracia francesa. Por él, y sólo por él, 
vivirá la República. Si hoy tengo tiempo te in- 
cluiré una carta en español para que se la traduz- 
cas de viva voz al francés, felicitándole y felici- 
tándome por sus triunfos, que son también triun- 
fos de la democracia europea.» 

127 



RUBÉN DARÍO 

Y en Agosto del 77, refiriéndose a un discurso 
pronunciado por Gambetta: 

«Aunque he dicho a América que me había gus- 
tado el discurso de Lila, te digo a ti que no me ha 
gustado nada. Cada día encuentro a ese mozo 
más gárrulo y más vacío. Luego, a su altura, no 
se comprometen los hombres públicos en procesos 
de imprenta como cualquier pelafustán de baja 
talla.» 

Después, aún hay cosas peores contra Gambetta. 
Un sabroso párrafo culinario: 

«Las últimas chucherías salen de provincias y 
llegarán antes de dos días. Haced un almuerzo 
español. Freid las morcillas, asad las longanizas, 
hervid las batatas de Málaga, coced los blancos 
de Elda, desgranad las granadas; reunid a todo 
esto el turrón y luego preguntad dónde se quedan 
Chevet y Compañía.» 

Pues Castelar amaba como pocos los placeres 
de la mesa. Y ya he hablado en uno de mis libros 
de ciertas perdices, regalo de la duquesa de Me- 
dinaceli, que me hizo saborear aquel hombre glo- 
rioso de alma infantil. 




128 




JEAN ORTH Y EUGENIO GARZÓN 




ean Orth es sabido que es el archi- 
duque austríaco, de la imperial fa- 
milia atrida, que, enamorado como 
un antiguo estudiante romántico, 
se embarcó un día con la mujer 
amada en un navio de ignorada suerte. Con rum- 
bo a la buscada Felicidad, se esfumó en el Miste- 
rio. Y Eugenio Garzón es el Gaucho Dandy del 
Fígaro de París, que llegado a Lutecia de su Uru- 
guay nativo, tiró las boleadoras a la Fama, y la 
llevó de las alas a la gargonniere de la rué de 
Courcelles, para lanzarla a todas partes, dando 
buenas nuevas propias y curiosas noticias del ar- 
chiduque Juan de Habsburgo. 

¿El archiduque naufragó? ¿El archiduque ha 
sido encontrado en el Río de la Plata? ¿El archi- 
duque está en el Japón? Después de leer el buen 

9 129 



RUBÉN DARÍO 

libro de Garzón sobre Jean Orth, no tenemos la 
certeza de nada de eso. Quizás esto vale más, 
pues archiduque encontrado, leyenda acabada; y 
es siempre mejor que Barbarroja esté en su igno- 
rada gruta, haciendo compañía probablemente a 
Enoch y a Elias. Y luego, yo creo que Garzón es 
tan artista que ha dejado escaparse al príncipe 
hacia su sueño de soledad—, quedándose con el 
pretexto, es natural, de escribir un bello vo- 
lumen. 

Este tuvo el consiguiente éxito cuando apare- 
ció en castellano. A pesar de estar escrito en 
nuestra lengua, tan poco leída en Europa, se 
habló bastante de él en Italia, en Alemania y en 
Austria. La versión francesa lo hará conocer ma- 
yormente. La crítica española le ha sido favora- 
ble, y sus colegas y amigos de América han tenido 
para el autor gentiles opiniones. Manuel Bueno 
proclama su «mérito indiscutible»; Emilio Mitre 
reconoce el interés y la agradable literatura del 
libro; Eduardo Wilde encuentra «páginas encan- 
tadoras»; Daniel Muñoz aplaude esta obra «varia- 
da en su unidad»; García Ladevese asegura que 
«son los libros escritos como Jean Orth los que 
consuelan de la impotente literatura de decaden- 
cia»; y Gómez Carrillo cuenta que se ha «olvidado 
de almorzar» por leer Jean Orth. Esto que parece 
más bien un priere d'insérer, no es sino un rami- 
llete de justicias. Al cual yo agrego, gustoso, mis 
cumplimientos. 



130 



R 



Hace algún tiempo, visitando la admirable 
mansión de Miramar que posee en la isla de Ma- 
llorca el archiduque Luis Salvador, vi en una 
capilla construida no lejos de la legendaria gruta 
de Raimundo Lulio, una estatua de mármol, si- 
mulacro de nuestra católica Virgen. En el zócalo 
una inscripción recuerda las dos visitas que a Mi- 
ramar hiciera la emperatriz que tan bellas pági- 
nas inspiró a Maurice Barres, y que el doctor 
Christomanos biografiara fervorosamente. Y en 
tal inscripción se ponía bajo el amparo y la pro- 
tección de la Maris Stella, a la porfirogénita via- 
jera que en Corfú descansa en su Achilleion, 
frente al monumento que consagrara a su admi- 
rado Heine, de sus errantes fatigas. La Estrella 
del Mar no pudo desviar, por ley de la superiori- 
dad divina, el arma del anarquista que, a las ori- 
llas del lago de Ginebra, hirió a la soberana y 
solitaria señora. Y al leer la inscripción votiva 
no pude menos que recordar a Jean Orth que, 
como el holandés errante, se perdió en lo incógni- 
to del mar sobre su barco fantasma. Tiene Garzón 
una hermosa página en que los datos fatídicos se 
amontonan como puñales en el proceso histórico 
de esa familia predestinada. Quizá poseído del te- 
rror de su sangre, el príncipe perdido abandonó 
la existencia palatina de Viena y en compañía de 
la hembra elegida, vestido de su pseudónimo, se 
fué en busca de paz, de acción, de horas tranqui- 
las y amorosas . 

Su caso queda entre los enigmas de la historia. 

131 



RUBÉN DARÍO 

Su vida es una novela que justamente ha tentado 
la pluma de un escritor de fantasía y entusiasmo, 
que ha hecho juntarse en el camino de la leyenda 
el Río de la Plata y el bello Danubio azul. El ha- 
llazgo del príncipe hubiera sido una victoria pe- 
riodística destructora de ilusiones; el triunfo lite- 
rario en que me ocupo deja felizmente el campo 
libre a la suposición y á la imaginación. 

El temperamento caballeresco de Garzón se 
aviene a maravilla con la aventura romántica 
del archiduque navegante, y su habilidad de es- 
critor sale ufana del intento de demostrarnos la 
posibilidad de que actualmente existe en alguna 
parte el que casi todo el mundo ha creído muerto 
en el mar. 

*** 

Contraste curioso ofrece el autor, entre estas 
páginas laboradas con una firme preocupación y 
elegancia de estilo, y su diaria tarea de Le Fíga- 
ro, en donde con períodos erizados de guarismos 
y de manera concentrada y expositiva, hace la 
propaganda de las riquezas y de los progresos de 
la América nuestra, sobre todo de la maravillosa 
República Argentina. Gracias a esto, le perdona- 
rán sus amigos de estancia y automóvil sus apa- 
sionados devaneos con las bellas letras que no 
son de cambio. El Fígaro parisiense ha ganado 
mucho, es indudable, en nuestro continente y en 
nuestro mundo hispanoparlante, con el trabajo 
asiduo de su redactor platense. Y nuestras repú- 

132 



LETRA S 

blicas, a su vez, han logrado por fin tener en 
Europa un expositor útil y fidedigno y serio, de 
su civilización y de sus elementos de riqueza y de 
cultura. Tanto más, que a la propaganda simple- 
mente comercial e industrial de la hoja cotidiana, 
se agregará pronto la social y artística en Le Fí- 
garo /Ilustré. 

Amigo de las elegancias y de las distinciones, 
alejado de los murmuradores charlatanes y de los 
folicularios de países latinos que abundan en las 
colonias de París, puede Garzón entretener sus 
vagares de mundano, escribiendo con pluma fina 
libros como sujean Orth y como La entraña del 
bulevar, que aparecerá en breve. 

En el tiempo relativamente corto en que ha lo- 
grado ser el primer hispanoamericano que ha 
entrado a formar parte de la redacción activa de 
un gran diario, ha llegado a conocer la vida pa- 
risiense como muy pocos extranjeros la conocen. 
Conversar con él es un placer. Y así, entre anéc- 
dota y frase oportuna, os narrará cosas del mun- 
do internacional de la Metrópoli, como traerá a 
cuento sus días de juventud y de lucha, en su 
amada tierra original. Trofeo forman, en su ga- 
binete de trabajo, los ponchos costosos de los 
gauchos, las espuelas, la guitarra del payador, 
las boleadoras que han detenido carreras de aves- 
truces y de potros en las vastas pampas. Y bajo 
esos trofeos suelen verse lindas sonrisas france- 
sas, monóculos literarios; o tal o cual barba blan- 
ca de personaje. 






133 



RUBÉN DARÍO 

Aunque ya ha nevado sobre él, guarda con bi- 
zarra actitud sus bríos de antaño, que recuerdan 
sus antiguos compañeros de periodismo en el 
Plata, hoy casi todos diplomáticos y hombres de 
estado. Y es soltero. Garzón para la garfonmere. 

Este escritor y este periodista, ambos en el me- 
jor sentido de la palabra, es, como lo he dicho 
en otra ocasión y en este nuestro querido Fígaro 
habanero, un romántico modernizado. A pesar 
del continuo contacto con esta inquietante ultra- 
civilización, conserva viejas virtudes castizas, 
que Dios le guarde siempre. Cree en la nobleza, 
en el carácter, en la amistad, en el honor, en la 
cortesía. Y aunque ya todo eso casi no está de 
moda, él lo sabe lucir de manera envidiable. Y 
es que este dandy, que hubiera sido amigo de 
Barbey d'Aurevilly, tiene también el dandismo 
«por dentro». 




134 




CATULLE MENDES 




liando comencé a dar a mis ansias 
artísticas, hace ya cerca de veinti- 
cinco años, los nuevos rumbos que 
habían de traerme en América y 
en España tantos amigos y enemi- 
gos— «todo buena cosecha»,— uno de mis maes- 
tros, uno de mis guías intelectuales, después del 
gran Hugo— el pobre Verlaine vino después— fué 
el poeta que de modo tan horrible ha muerto, tras 
de vivir tan hermosamente: Catulle Mendés. Su 
influencia principal fué en la prosa de algunos 
cuentos de Azul; y en otros muchos artículos no 
coleccionados y que aparecieron en diarios y re- 
vistas de Centro América y de Chile, puede no- 
tarse la tendencia a la manera mendeciana, del 
Mendés cuentista de cuentos encantadores e innu- 
merables, galante, finamente libertino, preciosa- 

135 



RUBÉN D A R i O 

mente erótico. Mi admiración se exteriorizó en 
un soneto: 

Puede ajustarse al pecho coraza férrea y dura; 
Puede regir la lanza, la rienda del corcel; 
Sus músculos de atleta soportan la armadura. . . 
Pero él busca en las bocas rosadas leche y miel. 

Artista, hijo de Capua, que adora la hermosura, 
La carne femenina prefiere su pincel; 

Y en el recinto oculto de tibia alcoba obscura 
Agrega mirto y rosas a su triunfal laurel. 

Canta de los oarystis el delicioso instante, 
Los besos y el delirio de la mujer amante, 

Y en sus palabras tiene perfume, alma, color. 
Su ave es la venusina, la tímida paloma. 

Vencido hubiera en Grecia, vencido hubiera en Roma 
En todos los combates del arte o del amor. 

Mi admiración fué siempre la misma, aun des- 
pués de la nueva moda de revisar valores. Siem- 
pre le tuve por un admirable artífice de la pala- 
bra y por un espíritu alta y elegantemente ro- 
mántico. Fué uno de los pajes predilectos del 
emperador de la Leyenda de los Siglos . Cuando 
la muerte de Gautier, cuya hija Judith fué la pri- 
mera esposa de Mendés, Víctor Hugo escribió 
a éste: 

«HauteviU-Housse, 23 Octobre 1872. 5 heures 
du soir.— C'était prévu et c'est affreux. Ce grand 
poete, ce grand artiste, cet admirable coeur, le 
voilá done parti! Des hommes de 1830 il ne reste 
plus que moi. C'est maintenant mon tour. Cher 
poete, je vous serré dans mes bras. Mettez aux 

136 



LETRA S 

pieds de Mme. Judith Mendés mes tendres et don- 
loureux respects. > 

Alma muy 1830, queda hasta su último día la 
de Mendés. Yo no le traté personalmente, y vale 
más. Le vi muchas veces en París, y sobre todo 
en su café preferido, el Napolitain, donde, alrede- 
dor de una mesa, a la izquierda de la entrada, se 
reúnen todas las tardes a conversar y tomar ape- 
ritivos unos cuantos hombres de letras y perio- 
distas. Allí reinaba Mendés, teniendo a su lado a 
un gran amigo suyo, Courteline. Vi algunas oca- 
siones a Moreas, entre otros comediógrafos, poe- 
tas y cronistas. Una tarde vi también que llegó a 
buscar a su marido Madame Jane Catulle Men- 
dés, bella, elegante, muy «parisiense.» Su mari- 
do, apartando un poco el guante, descubrió el 
rosado puño de su mujer y le dio gentilmente un 
beso. Ella, poco tiempo después, recuerdo que 
publicó un lindo tomo de poesías, en que en plau- 
sibles estrofas se manifestaba muy enamorada de 
él. Los versos eran exquisitos. No pasó mucho 
sin que ocurriese la separación de los cónyuges. 
Esto, en París, es muy sencillo. 

Era ese poeta amable, de noble continente y 
gestos de hombre «nacido». Y era israelita. Na- 
ció dotado de gran belleza. Se cuenta que cuando 
llegó a París, muy joven, una noche, al presen- 
tarse en un palco, acompañado de su madre, lla- 
mó la atención su rostro de príncipe de cuento. 

Fué un bizarro conquistador de amores. Hizo 
poética su vida. Hasta sus últimos años tenía, 

137 



R U B E A DARÍO 

en un cuerpo ya cargado de edad, el alma fresca. 
Su muerte ¿un suicidio? Imposible. Anacreonte 
muere de otra cosa. Si la existencia no tuviese 
esos golpes violentos, debidos a una misteriosa 
lógica absurda, Mendés debió morir académico. 
Aunque más peligrosa a la blancura de los aza- 
hares, si su obra, allá en los primeros pasos, le 
llevó a la cárcel, como a Richepin, no tiene la 
brutalidad del Turiano. Y de seguro Mendés no 
hubiera escrito Pire et mere... En cambio, Zo, Lo 
y Jo, sus antiguas figuritas predilectas, anteceso- 
ras de todas las Claudinas, hubieran concurrido 
a oir el discurso de recepción bajo la Cúpula. 



* 

* * 



Era el poeta. Su crítica, sus cuentos, sus dra- 
mas, sus novelas, eran de poeta. A todo le daba 
valor armonioso. Puede decirse que no tenía 
creencias religiosas o que las tenía todas bajo el 
imperio de la poesía. Ese judío escribió páginas 
inefables, no sin el inseparable perfume venusi- 
no, en el Evangelio de la Santísima Virgen y en 
Santa Teresa. Todas las teogonias tenían para 
él, como para todos los poetas, los prestigios del 
misterio, del símbolo, del mito. Su inspiración 
vuela por todas las latitudes. Ya comprende e in- 
terpreta, desde sus primeros poemas, el encanto 
nórdico, explorando las brumas y las nieves del 
país en donde suavemente y fantásticamente bri- 
lla el sol de media noche, y hace dialogar a Snorr 

138 



LETRA S 

y Snorra; ya su pasión wagneriana, tan sólo su- 
perada en él por su pasión hugueana, le hace 
escribir una exégesis poemática de la obra del 
Thor musical, y novelas como aquella en que na- 
rra a su manera la legendaria vida del Rey Vir- 
gen; ya con su Hesperus flota en el mundo de 
Swedenborg, o con Panteleia crea una música as- 
tral y deliciosa. Como su dios Hugo, él tenía toda 
la lira, aunque más pequeña, y también sabía 
agregar la cuerda de bronce. 

Tenía un admirable don de asimilación, y, vo- 
luntariamente, o por sugestiones sucesivas, dejó 
en su obra numerosa algo que hubiera firmado 
Hugo, algo que se confundiría con lo de Gautier, 
con lo de Leconte de L'Isle, con lo de Banville, 
con lo de Heredia. Es cierto que él perteneció, 
y se glorió siempre de ello, a la familia parnasia- 
na, que se desarrolló bajo el ramaje del patriar- 
cal Roble romántico. 

El fué bondadoso con los poetas que vinieron 
después de su generación. No careció de enemi- 
gos, ésto conforme con su mérito. Mas da a quien 
lo merece el justo elogio con sus crónicas, y en 
su voluminoso trabajo sobre la poesía francesa 
en el siglo xix, que escribió por encargo oficial. 

Lo que nunca pudo ver con buenos ojos ni oir 
con benévolas orejas fué el verso libre. Que no le 
hablasen del verso libre. Y eso, siendo como era 
un gran conocedor de secretos musicales, un 
wagnerista, y habiendo escrito en prosa rítmica 
y rimada los más encantadores «lieds de France». 

139 



RUBÉN DARÍO 

Es una joya ese librito, en el que a los lieds de 
Mendés viene unida la música de ya no recuerdo 
cuál joven autor parisiense. 

De todas las artes es la música la que más se 
compadece con la mentalidad israelita, y este poe- 
ta tenía la facultad musical en el verbo, que en el 
pentagrama tuvieron y tienen muchos artistas de 
su raza . 

Yo admiro el buen tino del padre de Mendés 
que supo comprender desde la niñez de su hijo la 
verdadera vocación. ¿Qué digo tino? Debo decir 
don de profecía, pues si le impulsó a las letras en 
lo fragante y primaveral de su ensoñadora juven- 
tud, vio desde la cuna el laurel verde y así le lla- 
mó con nombre de poeta. El padre de Chapelain 
fué menos avisado, y su cosecha fué, como dicen 
los franceses, plutót maigre. 

Era el poeta. Un poeta pagano, alerta siempre, 
que sabía amar con elegancia y lirismo las mu- 
jeres y el vino; por lo cual debe haberle encanta- 
do el consejo luterano que leyera inscrito en le- 
tras góticas en las cervecerías alemanas, cuando, 
en sus días de estudiante, cantara en Heidelberg 
el Gaudiamus igttur después de los salamander, 
en los coros de escolares teutónicos. ¡Gentil epi- 
cúreo! Casi septuagenario, se regalaba con pri- 
micias ofrecidas por la Fama y por la Volup- 
tuosidad. Su primera esposa era una musa; se 
separa de ella y se consuela con otra musa ado- 
radora de Wagner como él; en seguida, su es- 
posa es musa también; se separa de ella y se 

140 






LETRA S 

consuela con la amistad de una bella cortesana de 
letras. 

Es muy de París, como hubiera sido muy de 
Atenas. Con sus corbatas de seda blanca y fina 
bajo su cuello doblado, con su en bon point, con 
sus cabellos entre plata y oro, su cara de Cristo 
satisfecho, con su indumentaria, si no de dandy 
nunca descuidada, me parecía más joven que to- 
dos los que a su rededor se congregaban, más jo- 
ven que el mismo Moreas, tan lleno de juventud, y 
desde luego más joven que otros amigos jóvenes, 
pero de espíritu y corazón matusalénicos. 

Luego se batía por cosas de arte y de poesía, 
defendía a sus maestros y daba la sangre por sus 
ideas estéticas. Un escritor y conferenciante, ya 
difunto, le agujereó el vientre en una de esas bi- 
zarras cy ranadas. 

Sabía latín bien; debe haber sabido griego, pues 
hizo muy buenas humanidades; el alemán debe 
haberle sido familiar, puesto que cursó en Alema- 
nia estudios universitarios. En cuanto a su espa- 
ñol, si nos atenemos a las citas que alguna vez 
hiciera, y a los nombres estrafalarios de ciertos 
personajes de su Santa Teresa, debe haberlo co- 
nocido y hablado como un cisne francés...— No 
debe haber existido la tradición sefardita en su 
familia paterna— desde luego su madre era cris- 
tiana, según tengo entendido. Si no, ya hubiese 
parlado un sabroso castellano viejo, como el que 
habla el doctor Nordau; y si no, portugués. 
r Como crítico, siempre manifestaba para toda 

141 



RUBÉN DARÍO 

obra extranjera el partí pris, el modo de ver fran- 
cés. Sus funciones de crítico teatral en el Journal 
parisiense fueron arduas. El hijo del judío rico, 
en sus últimos años, que debían haber sido de 
rentas y reposo relativo, tenía que trabajar como 
un negro para llenar sus necesidades de gentle- 
man y de mundano. Porque era poeta con re- 
nombre de bohemio, el amigo de Glatigny y su 
resurrector, y el cliente del Napolitaine lo era 
también de Ritz y comía— como comió la noche 
de su muerte— en casa del banquero Openheimer. 

***■ 

Sobre el movimiento literario contemporáneo 
francés tuvo ciertas expansiones, hace algún 
tiempo, con un escritor que fué a conversar con 
él a ese respecto. Creo que Mendés vivía en ese 
tiempo en la calle Boccador, frente a la Legación 
de Nicaragua. El visitante pinta su gabinete de 
trabajo, lleno de libros, y en el que resalta, dig- 
namente enmarcado, un autógrafo de Hugo, «La 
siesta» de El arte de ser abuelo. Y habla del poe- 
ta, que se presenta sonriente y casi joven: 

«M. Mendés ha visto morir el romanticismo, 
desenvolverse los destinos del Parnaso,, nacer y 
morir el simbolismo; pero los años no le pa- 
san, sobrevive a todos los naufragios alerta y 
alegre.» 

Y Mendés da su opinión sobre la literatura 
francesa contemporánea. Para él no ha}' nada 

142 



LETRA S 

nuevo. Por otra parte, que se lea su «Rapport sur 
la Poesie». Con justicia se sulfura contra las es- 
cuelas. ¿Acaso había antes escuelas?, dice. «Hugo 
siempre negó haber fundado una escuela; en to- 
dos sus prefacios se acordó de protestar. El Par- 
naso no es tampoco una escuela. Era una agrupa- 
ción de amigos que se estimaban y que trabaja- 
ban juntos; pero nuestras tendencias eran tan 
poco comunes, que nada se parece menos a la obra 
de Heredia que la de Coppée, a la de Sully-Prud- 
homme que la mía...» 

Y luego: 

«Cada poeta hace su obra como puede, como lo 
entiende, lo menos mal posible. Eso es todo. La 
escuela simbolista, la escuela romana, la escuela 
naturista, grupos sistemáticos y artificiales, ¡qué 
tontería! ¡Vedlos! Pasan su vida redactando pro- 
clamas y olvidan hacer obras.— No hay nada 
nuevo después de los prefacios de Cronwell y de 
Hernani. Todavía viven de eso todos; los comen- 
tan, los discuten, los niegan; pero es alrededor de 
ellos que se baten.» 

Y el poeta se expresa poco amable con las téc- 
nicas nuevas. Los poetas jóvenes creen encon- 
trar a cada paso un nuevo camino; pero siempre 
siguiendo las huellas de sus antecesores. 

«Hacen ahora tragedias clásicas. ¿Y por qué? 
Porque yo he hecho Medea. Así se grita: ¡renaci- 
miento clásico! Pero si yo tenía derecho de hacer 
Medea sin ver en ese asunto más que un motivo 
interesante de teatro. Entonces, porque he escrito 

143 



J? U B 



A 



i) 



RIO 



El hijo de la Estrella se deberá clamar: ¡renaci- 
miento bíblico! No. Cada poeta es libre de ir a ex- 
traer su inspiración de donde bien le parezca, sin 
que se pueda interpretar ese esfuerzo particular 
como una tendencia general. Corneille ha hecho 
tragedias griegas y tragedias españolas. Todos 
los asuntos son buenos; sólo el talento del poeta 
les da valor.» 

Y cuenta que un día un amigo de Alejandro 
Dumas lo invitó a comer, ofreciendo darle «un 
excelente asunto para una pieza». Dumas fué a la 
comida, y preguntó a su amigo, que quizá sería 
el mismo Mendés:— ¿Y ese asunto?— Es éste: un 
joven y una joven quieren casarse; pero el padre 
no quiere. En efecto, afirma el poeta, con eso ha- 
céis El Cid, sólo que depende del modo que esté 
tratado el asunto. 

Tenía sus admiraciones especiales: Rostand, 
Madame de Noailles. Con todo y no creer en los 
nuevos poetas, siempre estaba pronto a dar bue- 
nos consejos y a alentar a los que a él se acerca- 
ban. M. Saint-George de Bouhelier le debe mu- 
cho de su renombre. 

Y con buenos lustros encima, era un formida- 
ble laborioso, pues teniendo a su cargo la crítica 
teatral de un diario parisiense, y casi la dirección 
literaria del mismo, tenía tiempo para hacer vida 
social y escribir dramas, comedias, cuentos, no- 
velas, todo lo imaginable. Su pegaso estaba en- 
yugado, como el de la poesía de Schiller y el del 
dibujo de Retzsche. Pero, de pronto, quedaba 



144 



L E 1 R A S 

libre, y de un solo lírico impulso se elevaba al 

azul. 

* 
* * 

Con motivo de su muerte se han repetido los 
ataques que la murmuración, con razón o sin ella, 
propagaban en su contra. Hemos quedado en que 
nadie es perfecto en la tierra. Los defectos que se 
le achacan, los pecados que se le critican, los tie- 
nen en el mundo infinitos fulanos, sólo que en él 
si existieron, como parece muy probable, resal- 
tan más al brillo de su talento, al resplandor de 
su obra, que si no durará ha tenido su triunfo de 
belleza. Pero a veces la crítica aparta el prestigio 
dé los dones singulares y se empeña en medirlo 
todo con igual rasero. Poco científico y poco jus- 
to. Cartouche no es Benvenuto Cellini, y Solei- 
lland no es César Borgia. 




10 145 




ANTONIO DE ZAYAS 




e aquí el poeta más español de to- 
dos los que escriben versos en Es- 
paña. De él decía hace algún tiem- 
po: «Poeta diplomático. Es un se- 
ñor. Continúa la tradición propia; 
es de la familia de los viejos poetas hidalgos; 
prendados de noblezas, de prestigios, de heroísmo, 
de ceremonia. Con todo, su vocabulario, su ele- 
gancia decorativa, los saltos libres de su pegaso, 
le ponen entre los innovadores. A veces, con pen- 
samientos nuevos hace versos antiguos, y con 
pensamientos antiguos hace versos nuevos. El 
verso libre en España no ha llegado a la licencia de 
ciertos versolibristas franceses, con todo y haber 
escrito Manuel Machado versos libérrimos. Los 
de Antonio de Zayas son voluntariamente sujetos 
a un ritmo general que no desentona ni se rompe 



147 



RÚBEA DARÍO 

nunca. En Paisajes, los hay magistrales. Hay 
una oración por el alma de Felipe II, que en cual- 
quier literatura honraría a un poeta; pero que en 
este caso concentra el alma española, la cristaliza 
en un diamante verbal sorprendente. Sus sonetos 
se resienten de heredianos algunos: los escritos 
en alejandrinos. Los otros siguen la influencia 
gallarda que nos viene de los grandes sonetistas 
del siglo de oro: Quevedo y el admirable Gón- 
gora . » 

A esas afirmaciones, me complazco ahora en 
agregar otras. 

Ese aristócrata— Antonio de Zayas pertenece a 
la nobleza—, ese hombre de protocolo y ese hom- 
bre de mundo, tiene un respeto y una pasión pro- 
funda por la dignidad del pensamiento y por la 
pureza del Arte. Sabe que el ciego Homero tuvo 
templos como los semidioses y que la lira es un 
instrumento sagrado aun en la época de los gra- 
mófonos y de las pianolas. Con su dignidad gen- 
tilicia trata a las musas, y ellas le corresponden 
con dones preciados y envidiables sonrisas . Tri- 
butario de la Diplomacia, peregrino de la Carre- 
ra, ha vivido en países extranjeros, en climas ás- 
peros para el hijo de una tierra armoniosa y solar, 
y su noble pasión por las bellas letras le ha con- 
solado, con la juventud y el amor, en sus horas 
frígidas y brumosas, pues, como Ovidio, ha podi- 
do escribir: 

Solus ad egressus missus septempticis Isíri 
Parrhasiae gélido Virginis axe premor. 

148 



i? 



De esas oficiales peregrinaciones ha habido fe- 
lices consecuencias poéticas. Los paisajes distin- 
tos, las costumbres exóticas, las evocaciones his- 
tóricas y los espectáculos pintorescos han inspi- 
rado a nuestro artista de la palabra preciosas 
preseas, entre las cuales rítmicos «joyeles bizan- 
tinos». Él estuvo en ese Oriente europeo que ha 
cambiado de pronto al influjo del tiempo nuevo; 
alcanzó a ver la vida de la Turquía misteriosa y 
un poco miliunanochesca que han europeizado 
esos niños y ancianos terribles que se llaman los 
Jóvenes Turcos. Su saber y su gusto de poeta le 
hicieron aprovechar del lado bello y peregrino de 
las cosas. Y en armoniosas y bien sonantes estro- 
fas nos regaló con sus impresiones y sensaciones 
orientales. 

Él lleva consigo su luz y su sol nativos. Así os 
explicaréis cómo, según nos ha narrado en cierta 
hermosa página, sus Paisajes, esos versos que se 
dirían impregnados de llama andaluza y de calor 
castellano, fueron acordados «en las inmediacio- 
nes del Círculo Polar Ártico, durante el rigor del 
invierno, cuando, rodeado de nieve por todas par- 
tes y perdida la mirada en los turbios cristales del 
Melar, contemplaba en lontananza como único 
límite del horizonte, inmóviles ejércitos de abetos, 
solemnes como obeliscos funerarios.» 

De tal modo su espíritu hizo brotar ardientes 
rosas bajo toldos de brumas en instantes cimeria- 
nos. Sus Retratos antiguos, sus Noches blancas, 
su Leyenda, son la prueba del constante ingenio 

149 



RUBÉN DARÍO 

y la maestría elegante de un artífice que, cons- 
ciente y vigoroso, ha adornado su juventud con 
frescos y bien ganados laureles. Su reciente tra- 
ducción de la obra poética de Heredia ha aumen- 
tado sus prestigios. 

Se le ha querido absurdamente afiliar a esta o 
aquella tendencia literaria; quiénes le hacen se- 
guidor de los clásicos, quiénes le declaran parna- 
siano, quiénes le bautizan con el absurdo epíteto 
de modernista. Los primeros se fijan en algunas 
de sus poesías construidas según los cánones de 
la poética ortodoxa castellana; los otros en la vo- 
luntaria ausencia de todo subjetivismo emocional, 
en la impasibilidad escultural de tales sonetos; 
los otros en sus novedades de expresión, en su 
virtuosismo rítmico. Él es simplemente un poeta, 
un artista del verbo; sincero, de conciencia, y 
como tal capaz de contradicciones en el proceso 
de su evolución mental, y en lo que no ataña a las 
ideas primordiales. Es un admirable evocador de 
figuras y escenarios del pasado. Hay en él como 
la herencia de una visión ancestral. Su énfasis es 
atávico, así como su buen gusto y sus aptitudes 
de aristócrata. Y no es un refinado hasta el límite 
decadente como el francés Montesquiou-Fesen- 
zac, sino el descendiente de los viejos poetas es- 
pañoles que a un tiempo amaban la lira y las más- 
caras, el arcabuz y la espada de Toledo. 

Viajero y políglota, ha procurado siempre ale- 
jarse de toda heterodoxia de lenguaje, de ser en 
todo y por todo de su tierra. Y su misma simpa - 

150 



R 



tía por Heredia, tiene de seguro por razón el abo- 
lengo intelectual y familiar del sonetista franco- 
cubano, que tuvo ascendientes conquistadores 
como el bizarro don Pedro, fundador de Cartage- 
na de Indias . 

No soy yo amigo de las traducciones en verso. 
Un poeta es intraducibie. Si el traductor es otro 
poeta, hará obra propia. El canto del poeta ex- 
tranjero no será comprendido sino por los que 
entienden su música original. Con todo, alabo la 
traducción que Antonio de Zayas ha hecho de la 
obra herediana, porque ha dado a España la 
poesía de un poeta que tenía mucho en su espíritu 
de español; porque ha realizado su labor con no- 
bleza y mucho conocimiento, y porque parece en 
ocasiones que, al ser refundida y troquelada con 
la alianza del metal castellano, vibrase más so- 
nora la medalla francesa. 

Lleno de distinción, verboso— ¡como que posee, 
signo de raza, el don oratorio!— amable y rebo- 
sante de hidalguía, joven, unido a una gentil da- 
ma de gran cultura que le ha acompañado en sus 
viajes y que es encanto de su casa; con títulos de 
nobleza y ejecutorias de talento; feliz, en lo rela- 
tivo de este mundo; así vive su lozano vivir este 
mi buen amigo que acabará sus días, Deo volente y 
embajador y académico entre los hombres, y por- 
talira glorioso premiado por los dioses. 



151 




EL CONDE DE LAS NAVAS 




ibliotecario Mayor de S. M. el rey 
don Alfonso XIII, es el Excelentí- 
simo Señor don Juan Gualberto 
López Valdemoro y de Quesada, 
Conde de las Navas . Como otros 
Caballeros de sangre azul, se dedicó a los depor- 
tes el conde de las Navas, sin desdeñar los ejer- 
cicios de la fuerza y elegancia, pues hasta está 
en la lista de los nobles que han toreado; se con- 
sagró principalmente a la bibliografía, a la eru- 
dición, a la literatura. A mí me parece extraño 
que, aunque relativamente joven, no tenga ya su 
sillón en la Real Academia de la Lengua. Ha pro- 
ducido ya buen número de libros que le hacen 
acreedor a tal merecimiento. Conoce su idioma 
como muy pocos, es un escritor castizo y de tra- 
dición. Y por su nombre, su papel social, su cul- 



153 



RUBÉN DARÍO 

tura y sus vinculaciones, debía estar ya entre los 
eminentes fabricantes del Diccionario. 

Yo le conozco desde hace ya algunos años. So- 
lía encontrarle en la célebre tertulia de D. Juan 
Valera y en casa de la condesa de Pardo Bazán. 
Su conversación es tan amena como sus escritos. 
Su cultura es sólida y su carácter no está agriado 
de pesimismos, a pesar de haberle coartado su 
actividad física una penosa dolencia que ha he- 
cho aún más sedentaria su vida de religioso de 
los libros. Adora a su España, es andaluz y se 
encanta con la región asturiana, que le ha hecho 
producir páginas hermosas. «jAh! exclama, si yo 
no hubiese nacido bajo los verdes nopales de Gi- 
bralfaro, rezado la primera vez ante el altar de 
la Virgen de Araceli, y estudiado Derecho roma- 
no a la sombra de la torre de los Siete Suelos; si 
no debiera, en parte, mis pocas felices inspiracio- 
nes—si tuve alguna— al elixir del Tío Pepe, y si la 
Reina del Guadalquivir, con su Giralda, que, 
destacándose sobre el cielo, parece signo de ad- 
miración por tanta y tanta grandeza, no me hu- 
biese prohijado más tarde, renegaría de mi tierra 
para hacerme asturiano y beber en el borde de la 
herrada el agua cristalina y fría en donde pesca 
la lóndriga la riquísima trucha, y para dormir la 
siesta a la sombra «proyectada por el ancho ale- 
ro del hórreo», siquiera me despertase alguna vez 
la fuina persiguiendo a los pichones en el palo- 
mar cercano». 

Mas es un purísimo hijo de Andalucía, y en su 

154 



R 



obra encontraréis alternados, como pasa en la 
existencia de esa tierra solar, la alegría y la tris- 
teza andaluzas, ambas intensas y cordiales. 

Yo no conozco todas las ya numerosas obras 
del conde de las Navas, pero algunas que he leído 
me han procurado momentos de amable solaz, me 
han conmovido o me han enseñado muchas cosas 
interesantes, raras, curiosas o divertidas. No ha 
llegado a mis manos La docena del fraile, que se 
publicó con un prólogo de Carlos Frontaura, jo- 
vial escritor cuyo nombre hoy dice poco y es por 
muchos ignorado, pero que tuvo en su época 
fama de ingenio fino y despierto. ¡Un infeliz! es 
una novela que se diría romántica si no fuese el 
estudio observado de la realidad, el trasunto de 
una vida, expuesta con procedimientos que poco 
se relacionan con lo moderno y menos con lo que 
hoy se llama modernista, con sutileza psicológica 
que nada tiene de bourgetiana, y con una gran 
penetración de sentimiento en lo que puede ha- 
ber de más humano y al mismo tiempo de más 
español. 

De más está decir que todavía, cuando publicó 
López Valdemoro ese libro, no había aparecido 
aún por estas tierras peninsulares la influencia 
del más loco y terrible de los filósofos anticristia- 
nos, y que, con todo y su cultura universal y va- 
riada, es y permanece fiel al espíritu tradicional 
de su patria y conserva su pensar absolutamente 
ortodoxo, a pesar de que se siente el estremeci- 
miento de su alma ante el eterno misterio de la 

155 



RUBÉN DARÍO 

vida y de la muerte. ¡Un infeliz! el protagonista, 
es el que, en medio de los humanos lobos, cree 
en el bien, en la dignidad, en el honor, y, sobre 
todo, es capaz de amar de veras hasta el sacrifi- 
cio, hasta el heroísmo, hasta la soñada eterni- 
dad. El tipo no es común, pero existe, y, sobre 
todo, ha existido, principalmente entre estos hi- 
dalgos españoles. 

En una edición de doscientos cincuenta ejem- 
plares, en papel de hilo, hoy agotada, publicó la 
primera serie, que no conozco, de sus interesan- 
tes Cosas de España, la cual primera serie fué 
escrita en colaboración con D. Manuel R. Zarco 
del Valle. Trátase en ese volumen, que se impri- 
mió en Sevilla, de varios asuntos: Máscara de los 
artífices de la platería de México (1621); Entre- 
vista de Carlos I y Francisco I (1538); La fuerza 
en España; La destreza en España; Don Josef 
Daza y su arte del Toreo; Los bufones en Espa- 
ña y El tropezón de la risa. No han llegado a mi 
conocimiento tammpoco su Chávala, historia dis- 
frazada de novela; ni La media docena, cuentos y 
fábulas para niños, obra declarada de texto, ni 
algunas otras de sus producciones. En la segun- 
da serie de Cosas de España, que poseo, hay mo- 
nografías llenas de erudición sabrosa y entrete- 
nida. 

La que trata del Tabaco, aunque no imry ex- 
tensa, está escrita con verdadero amore y será 
leída con agrado especial por los fumadores. (En 
América hemos tenido, entre otros, dos grandes 

156 



LETRA S 

fumadores delante del Eterno, ambos generales: 
en la del Norte, el general Grant, y en la del Sur, 
el general Mitre) . Hay muchos datos peregrinos 
y citas bibliográficas sobre el origen del tabaco y 
el placer de fumar. Ignoro si mi eminente amigo 
conoce un librito, o más bien folleto, del cual en- 
contré un ejemplar en uno de mis paseos por los 
puestos de libros de viejo de los «quais» de París; 
me refiero al Traite- Théorique et practique-de- 
Culotage des pipes-ceuvre posthume-de Culot, li- 
brepenseur-Phüosophe éphectique-Professcur ho- 
noraire de pipe á la Société CEnofine-Membre-de 
plusienrs Sociétés buvantes-Avec les lamieres 
de M. P. R. fumeur émerite.—Paris. — Etienne 
Sausset, Libraire Editeur.—Galeries de l'Odéon. 
Si no ha leído el conde de las Navas ese opúscu- 
lo, y llega a leerlo, su buen humor tendrá un 
nuevo momento de expansión, pues el francés tie- 
ne el verbo ágil y picante y es un ferviente ado- 
rador de la «nicotiana tabacum». 

Los otros trabajos de la segunda serie de las 
Cosas de España, se refieren a Juan de la Cosa j 
su Mapa-mundi; a la Noche Buena; a don Fer- 
nando Colón— a propósito de las muchas discu- 
siones que ha habido sobre si ese hijo del Almi- 
rante fué natural o legítimo—; a las Estatuas; a 
los Juegos de pelota, y al Robinsón español. En 
todas esas páginas demuestra el escritor que van 
iguales su talento de expositor y sus condiciones 
de «chercheur> y de «curieux». 

No han llegado a mi poder los Cuentos y chas- 

157 



RUBÉN DARÍO 

carrillos andaluces; pero sí he admirado a La niña 
Araceli, y el escenario andaluz en que se mueve 
su gracia y todo ese vivir de la famosa tierra que 
aún aman los moros; como me satisfizo El procu- 
rador Yerbabuena, entre lo cómico y lo amoroso, 
y Retama, el rústico, víctima de lo duro de la 
suerte, de la universal fatalidad que no conoce lo 
bueno ni lo malo, lo justo ni lo injusto. La pelusa 
es una novelita, o, como dicen los franceses, una 
«nouvelle», y, para seguir con ellos, una «tranche 
de vie». El argumento se desarrolla en la Corte. 
Hay en la narración la misma perspicacia y la 
misma desenvoltura ingeniosa con que el conde 
ha hecho vivir los personajes y tipos de sus nove- 
las andaluzas. 

Otros libros: La decena, cuentos y chascarri- 
llos, inventados o recogidos de labios de amigos 
de buen humor. Literatura de buena digestión y de 
buena conciencia. De allende el Pajares, paisajes 
y cuentos trasladados e inspirados al amor del 
cielo y del suelo de Asturias. Yo he pasado algu- 
nos veranos en esa región amable y me explico 
el entusiasmo del autor por tierra tan llena de 
encantos y atractivos, tierra sonriente en medio 
de una como natural melancolía y un como flotan- 
te ensueño. 

Mas una de las fases principales del espíritu 
del conde de las Navas, es su faz de bibliófilo en 
el verdadero sentido de la palabra. Él tiene el 
amor de los libros y frecuenta con asiduidad y 
cariño esas casas de las ideas. No podría encon- 

158 



R 



trar el rey Alfonso XIII ni sacerdote más fervo- 
roso, ni vigilante más celoso, a quien confiar el 
santuario intelectual riquísimo que es su Bibliote- 
ca. Sabida es la gran importancia de ella y las 
joyas bibliofílicas que contiene. El conde tiene 
también su biblioteca particular que, según tengo 
entendido, es muy digna de sus gustos y de su 
talento. El afecto a los libros demuestra un alma 
plácida y un fondo bondadoso. La buena erudi- 
ción aleja los malos sentimientos. Erasmo, o 
M. Bergeret, tienen que sernos simpáticos. Ade- 
más, tened por entendido que un bibliófilo no mo- 
rirá nunca aplastado por un 40 HP, o despedido 
por un aeroplano. Pocos, poquísimos dice López 
Valdemoro en una parte de su tratado De libros, 
son los verdaderos bibliófilos que aman el libro 
en alma y cuerpo, por lo que dice, por su rareza 
en el mercado y por la buena ropa con que apa- 
rece vestido. Si a este propósito se preguntara a 
don Francisco Rodríguez Marín: «Después de las 
de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, ¿con qué gran 
pérdida nacional cree usted que se cerró la lista 
de nuestro inmenso despojo?», me atrevo a asegu- 
rar que el ilustre escritor sevillano respondería 
inmediatamente: «Con la venta de la magnífica 
biblioteca del marqués de Xerez de los Caballe- 
ros». Al poner el conde de las Navas tal respuesta 
en boca del señor Rodríguez Marín, deja ver que 
él habría contestado en igual caso la misma cosa. 
Él ha escrito sobre los amigos y enemigos del 
libro— hombres, mujeres e insectos...—; sobre las 

159 



R ü B EN DARÍO 

erratas, de las cuales cita celebérrimas; sobre el 
tamaño del libro; sobre los libros españoles de 
sastrería; sobre el plan de un libro que se propo- 
ne escribir respecto al vino; sobre la venta de 
libros con dedicatorias autógrafas; sobre el arte 
de la encuademación, y sobre otras semejantes 
disciplinas. 

Y en todo lo suyo encontraréis claridad, ele- 
gancia, nobleza, gracia oportuna, documentado 
saber. Lo que él os diga, tened por sabido que no 
lo encontraréis en las fáciles y usuales enciclope- 
dias. ¡Por Dios! Ha escrito sobre las gallinas, y 
para ello ha consultado ciento catorce obras im- 
presas y nueve manuscritos. 

Recientemente hizo un viaje a Lourdes y publi- 
có sus Impresiones de un incurable. Esas impre- 
siones son las de un cristiano sincero, las de un 
católico prudente. Él ha leído todo lo que a Lour- 
des se refiere, desde Lasserre hasta Zola, desde 
el abate Archelet hasta el doctor Baraduc, desde 
el P. Camboné hasta Huysmans, Gourniont y 
tantos otros, creyentes o ateos. Él cree en el po- 
der de la fe y en la especialidad del milagro, y 
sabia que él, en su peregrinación, no alcanzaría 
la curación como otros. Él no es fanático; mas 
escucha en veces a la ciencia misma, decir por 
boca de sabios como Ramón y Cajal: «A despecho 
de los inmensos progresos acumulados en el pa- 
sado siglo, la fisiología cerebral del entendimien- 
to y de la voluntad, continúan siendo el enigma 
de los enigmas. .. por mucho que se descubra no 

160 



R 



se llegará a contemplar objetivamente el pensa- 
miento, ni se averiguará por qué un movimiento 
en lo objetivo resulta una percepción en lo sub- 
jetivo». 

Del conde de las Navas han dicho: Picón, «que 
tiene un estilo en que andan mezcladas por par- 
tes iguales la corrección, la sencillez y la gra- 
cia»; el finado P. Blanco García, «que Alarcón 
hubiera firmado sin escrúpulo algunos cuentos de 
La docena del fraile*; la condesa de Pardo Bazán, 
le hace notar «su gran riqueza de diccionario»; 
Le Quesnel, afirma que es «un artiste ciseleur, ou 
mieux un artiste joaillier qui ne cesse de sertir 
des perles»— ; y de su obra sobre el espectáculo 
nacional, dicen unos cuantos inmortales que es 
magistral y merecedora de todo aplauso. 

Pero entonces, vuelvo a asombrarme: ¿Por qué 
no ocupa el sillón que de derecho le corresponde 
en la Real Academia Española, el Excelentísimo 
señor don Juan Gualberto López Valdemoro, 
conde de las Navas y Bibliotecario Mayor del 
Rey don Alfonso XIII? 




11 



161 




JOSÉ NOGALES 




ea usted qué tarde más triste, qué 
tarde más gris— me dice el pintor 
burgalés Santa María, tan gentil 
y talentoso; - el gris de las tumbas 
es el mismo del cielo . 
Así era. Salíamos del cementerio de Nuestra Se- 
ñora de la Almudena; acabábamos de dejar bajo 
la tierra al poeta y escritor José Nogales. Y había 
una tristeza muy grande en el ambiente, en todas 
las cosas. Nada más lleno de la ceniza del otoño 
y de la pena del otoño que esta tarde . Yo no voy 
casi nunca a entierros. Padezco la fobia de la 
muerte y desde mi niñez me emponzoñó el terror 
católico. Quizás en la antigua Grecia, habría 
acompañado con cantos alegres y con flores, los 
despojos de un amigo. Mas ya en mis primeros 
años me poseyó el espanto de la Desnarigada. 

163 



RUBÉN DARÍO 

Recuerdo que en la ciudad nicaragüense de 
León, cuando un vecino estaba para expirar, to- 
caban en los campanarios de las viejas iglesias 
un son lento y doloroso que infundía pavor, el 
toque de agonía. Al oirlo, en todas las casas se 
rezaba, encomendando a Dios el alma del agoni- 
zante. Eso ha desaparecido, felizmente. Pero en 
mi espíritu quedó la huella de tanta temerosa im- 
presión medioeval. Así siempre he procurado no 
escribir ciertas palabras, no ocuparme en ciertos 
asuntos y no ir a los entierros. 

... A acompañar a Nogales si fui. Yo no le vi 
nunca. No fui amigo personal suyo. Mas aparte 
de que era un compañero en La Nación, tenía to- 
das mis simpatías por lo noble de su espíritu, por 
lo caballeresco de su manera, por lo castizo, por 
lo elegante y lo sensitivo. Luego, en medio de la 
comedia literaria, era un sincero, decía con cla- 
ridad y franqueza su sentir y su pensar, y daba a 
cada cual lo suyo. Por eso creo que a su entierro, 
si concurrieron algunos hombres de letras y 
hombres de gloria, faltaron tales o cuales roza- 
dos por las firmes verecundias de Nogales. 

... La procesión iba triste y lentamente, prece- 
dida por el fúnebre carro modesto, sin una sola 
corona. Vi en la concurrencia a Moret, a Cana- 
lejas, a Galdós y a Blasco Ibáñez, a Moya y a 
Castrovido, a Querol y a Benlliure. Yo iba en 
compañía de Valle-Inclán y de Antonio Palome- 
ro. Y hablábamos de la triste vida de las letras, 
de la terrible vida del periodismo, del vicio de la 

lé4 



L E T R A S 

publicidad. Una vez que se ha probado de ella, 
¡hasta el fin! Raros son los casos de liberación. 
He ahí un hombre que vivía relativamente feliz 
en provincia y quien, si le hubiese faltado un 
poco de talento, habría tenido algo más de existen- 
cia, exenta de luchas y de afanes. Según sé, po- 
seía algunas tierras, y cultivaba las bellas letras 
en los periódicos de su región, gratamente. Pero 
ganó un día un premio en el concurso de cuentos 
promovido por un diario de la Corte, y a la Corte 
se vino lleno de ilusiones. ¿A qué? A afianzar su 
renombre literario, a hacer labor de periodista, 
sin dejar de ser lo que fué: un artista y un talen- 
to literario de primer orden. Esos artículos que 
aquí, a la francesa, llaman crónicas, y que son 
vistos aun por muchos que los escriben, como 
cosa de poca monta, como producción del instan- 
te y para el olvido, tuvieron en él un buen obrero 
que dejó mucho de valor antológico. Mas el cuen- 
to fué su trabajo preferido y aquel en que ma- 
yormente se hicieron notar su imaginación biza- 
rra y su don de buen lenguaje y su culto de la 
tradición castiza. Su prosa era sana y fluida, 
quizá oliente todavía al terruño provincial y na- 
tivo; y si atavismos buscarais, habría que dar el 
gran salto hacia Grecia, de donde parecía traer 
su pasión de luz y de prosa marmórea el que pu- 
diera ser considerado a través de tiempo y espa- 
cio un español homérida. 

Dicen los que le trataron íntimamente que era 
de humor jovial y de carácter íntegro y genero- 

165 



RUBÉN 



DARÍO 



so. Aún en las penas de la enfermedad parece 
que guardaba sus sonrisas. Y eso que, antes de 
la gravedad que le llevó al cementerio, padeció 
la pérdida de la vista, y para cumplir sus com- 
promisos con los periódicos en donde trabajaba, 
se ponía a dictar miltonianamente, a una bella y 
joven hija suya, sus juicios y sus fabulaciones. 

Si el sepulcro es la paz, paz tenga inacabable 
el compañero que ha partido. 




166 




MARIANO DE CAVIA 






l Ayuntamiento de Zaragoza, «la 
heroica», ha acordado rendir un 
homenaje de admiración a Maria- 
no de Cavia, porque si no lo sabéis, 
sabedlo: Mariano de Cavia es ara- 
gonés como la virgen del Pilar y como la jota. 

La noticia de ese homenaje ha tenido en toda 
España la mejor acogida y se ha aplaudido con 
todo entusiasmo. Mariano es muy admirado y 
muy querido. Se juntan en su caso las dos cosas 
del verso de Musset: 



Etre admiré n'est rien: l'affaire est d'éírc aimé. 



Es el caso rarísimo de un hombre de talento 
sin enemigos. A través de la política, en su faena 
de periodista ha pasado sonriendo sin que le ha- 

167 



RUBÉN DARÍO 

yan rasgado las carnes los garfios salientes de 
los zarzales de los partidos. Siempre ha estado 
al alcance de su pensamiento una idea generosa 
que su pluma ha servido con buen humor y con 
gallardía. Su estilo ameno, dúctil y elegante, es 
la transposición de su persona. Su cultura es 
varia y su don de oportunidad incomparable. 

«Es único— dice El Imparcial—. Humanista y 
culto, a la manera de hombres insignes del si- 
glo xvii y de muy contados de días posteriores, 
trajo al periodismo español, en pleno fragor de 
luchas políticas, una renovación de orientaciones 
y de ambiente. Su humorismo, castizamente es- 
pañol, burlón sin encono, ridiculizador sin acritu- 
des, no tiene en el periodismo español más prece*- 
dente ni semejante que el de Fígaro.-» 

Algunas veces se notará en su prosa cierta 
acidez, pero ella no es dañosa ni aun para aque- 
llos a quienes va destinada. Es una acidez de 
manzana, de fruto sabroso. Tan castizos como él 
hay pocos, y, sin embargo, aparece libre de la 
hiperlogia española, de la elocuencia. Su discu- 
rrir es culto al propio tiempo que sencillo; en él 
va la alusión para los refinados, la reminiscencia 
para el erudito y la frase llana para el pueblo. Es 
el perfecto periodista. 



Ya he dicho en otra ocasión mi pensar respecto 
a eso del periodismo. Hoy y siempre, un perio- 

168 



i? 



dista y un escritor se han de confundir. La mayor 
parte de los fragmentarios son periodistas. ¡Y 
tantos otros! Séneca es un periodista. Montaigne 
y de Maistre son periodistas, en un amplio senti- 
do de la palabra. Todos los observadores y co- 
mentadores de la vida han sido periodistas. Aho- 
ra, si os referís simplemente a la parte mecánica 
del oficio moderno, quedaríamos en que tan sólo 
merecerían el nombre de periodistas los reporters 
comerciales, los de los sucesos diarios, y hasta 
éstos pueden ser muy bien escritores que hagan 
sobre un asunto árido una página interesante, 
con su gracia de estilo y su buen por qué de filo- 
sofía. Hay editoriales políticos escritos por hom- 
bres de reflexión y de vuelo, que son verdaderos 
capítulos de obras fundamentales- -y eso pasa. 

Hay crónicas, descripciones de fiestas o cere- 
moniales, escritas por reporters que son artistas, 
las cuales aisladamente tendrían cabida en libros 
antológicos, y eso pasa. El periodista que escribe 
con amor lo que escribe no es sino un escritor 
como otro cualquiera. Solamente merece la indi- 
ferencia y el olvido aquel que premeditadamente 
se propone escribir para el instante palabras sin 
lastre e ideas sin sangre. Muy hermosos y muy 
útiles y muy valiosos volúmenes podrían formar- 
se con entresacar de las colecciones de los perió- 
dicos la producción escogida y selecta de muchos 
considerados como simples periodistas. 

Cavia, de quien apenas si se ha publicado al- 
guna que otra pequeña selección de artículos, ha 

169 



RUBÉN 



D 



K 



tratado en los suyos de omnia re scibüli, de letras, 
de arte, de poesía, de ciencia y, sobre todo, de 
cosa pública, dando a cada cual lo suyo, haciendo 
siempre justicia, una justicia sonriente, un si es 
no es campechana, no sin mostrar cuando el caso 
lo ha requerido, que sus abejas productoras de 
muy sabrosa miel tienen un agudo y eficaz agui- 
jón, que, como él diría, «hace pupa>. Como clási- 
cas han quedado sus famosas revistas de toros. 
Nadie como él para narrar las peripecias pinto- 
rescas de la lidia; nadie como él para conocer la 
calidad de un torero. 

Por largo tiempo fué el Homero alerta, y con 
un buen par de ojos, del coso. Sin abusar del es- 
pecial tecnicismo que convierte algunas páginas 
de esos artículos en jergas erizadas para el no 
ducho, sabía contarlo y calificarlo todo con insu- 
perable gracejo; y en sus revistas aparecían 
siempre, sin arrastrarlos, sin forzarlos, el asun- 
to de actualidad, la nota del día, el hecho culmi- 
nante, en una aplicación que ni de intento. Dejó 
la literatura torera y se aplicó a esas sus impre- 
siones del día, comento de sucedidos y magistra- 
les improvisaciones. Aunque en él no haya nada 
improvisado, a pesar de las exigencias del perió- 
dico, porque bien nutrido como está, bien pertre- 
chado en toda suerte de disciplinas, siempre en- 
cuentra para toda circunstancia la anécdota apli- 
cable, la cita precisa, el recuerdo a propósito, el 
refrán irremplazable, el verso o la frase en cas- 
tellano o en cualquier idioma vivo o muerto. El 



170 



LETRA S 

inglés, el francés, el italiano, el portugués, los 
conoce perfectamente. En cuanto al latín no sé si 
le conoce, pero sí que, como Sarmiento, si no sabe 
latín sabe latines. 

¿Tiene una filosofía? Quizá la tenga guardada 
en alguna gaveta de su mesa de trabajo. Sólo sé 
que en él no han hecho mella n inguna de las im- 
portadas modas de pensar que han sido tan sona- 
das en estos últimos tiempos. ¿Tiene una reli- 
gión? También lo ignoro; pero sí sé que está en 
excelentes relaciones con su paisana la Pilarica. 
Ateo, no es ni escéptico ni pesimista. Jamás se ha 
burlado de un culto ni se ha encarnizado contra 
ningún presbítero, ulema, pastor o rabino. Cree 
que todavía no es de mal gusto amar a la patria 
y sentir entusiasmo por sus glorias al soñar en 
su engrandecimiento. Es uno de los pocos que no 
dejan decaer las esperanzas de Juan Español. Es 
un fiel discípulo de nuestro Maestro Don Miguel 
de Cervantes y tiene afectos y ternuras para 
nuestro Señor Don Quijote de la Mancha. 



* 



Por su don de comprensión es menester alabar- 
le. Los limitados, los retraídos, aunque sean do- 
tados de fortaleza, no gustan de los que en todo 
tienen la facultad de discenir. Mariano lleva su 
alegre discrección a todas partes y nada le es 
extraño, desde la teología hasta la gramática. 
Tiene sus caprichos. Un día, para indicar ciertas 

171 



RUBÉN DARÍO 

reformas urgentes, anuncia que el museo del 
Prado se ha quemado, y hasta después de irlo a ver 
la gente no se fija en el doble sentido de la ocu- 
rrencia. Otra ocasión, recientemente, se le antoja 
que debe rechazarse la palabra inglesa foot-boll, 
ser sustituida por una de su composición, «ba- 
lompié». Y la gente, en su mayor parte, le hace 
caso a Mariano y comienza a decir y a escribir 
«balompié». 

Ha escrito versos en francés, bien hechos; no 
sé si en latín, pero ciertamente en castellano 
como estos con que me obsequió en El Impar cial, 
cuando la aparición de mis Cantos de Vida y Es- 
peranza, en tercetos monorrimos que compuso al 
modo litúrgico: 

RAPSODIA 

Ven, oh, musa de Rubén, 

Ven a refrescar mi sien, 

O a encenderla en llamas cien. 

Que así eres aura sutil 

O íienes con rayos mil, 

Visión fiera o flor de abril. 

Ya de vida y esperanza, 

Ya de erótica añoranza, 

Ya de plácida bonanza 

Son tus cantos. Mas también 

Haces plañir a Rubén 

Trenos de Jerusalén. 

Cuando presagia el fatal 

Fin del América austral 

172 



LETRA S 

Presa del Nemrod boreal. 
No por el Mañana llores 
Mientras el Hoy le da amores, 
Risas, brisas, flores loores. 
Cantando al Cisne de Leda 
Con rima grácil y leda 
Contenta tu ánima queda, 
Musa andante de Rubén, 
Que el americano Edén 
Truecas por el parisién. 
Otrora algo de tu sol 
Buscas en el arrebol 
Del horizonte español. 
Rezas ante Don Quijote, 
Para que dé nuevo brote 
De vida al Reino del Zote, 
Y ante el recuerdo de Goya, 
En vez del «Aquí fué Troya», 
Nos brindas fúlgida joya. 
Para lo bello y el Bien, 
¡Vive, oh, Musa de Rubén, 
Por siempre jamás, amén! 

No ha sido hostil como otros para los nuevos 
poetas; pero sí ha sido y es implacable para los 
poetas malos; nuevos y viejos. Una cualidad ha- 
brá que reconocerle entre todas, y es ella la dis- 
tinción. Es algo de abolego. Su estilo, aun cuan- 
do emplee términos del pueblo y trate de tópicos 
ultramodernos, siempre es de capa y espada. 
Quevedo en el bulevar, como antes le llamara. 
Como todo el mundo, claro que ha sufrido; pero 
con un supremo estoicismo: no ha mostrado nun- 

173 



RUBÉN DARÍO 

ca sus quebrantos; y, a la japonesa, ha opuesto 
siempre al duelo su sonrisa. 

Mariano ha creado unas «marionetas» que le 
sirven de intérprete de sus opiniones y de sus 
críticas, de vez en cuando. Madame de la Pilon- 
gue, una francesa importada que vale por tres; el 
profesor Humbugman, de la Universidad de Plun- 
cak e; Don Vicente de la Recua, Barón de la Rea- 
ta, suelen representar sus oportunos papeles en 
el pasar de los cotidianos acontecimientos. Tam- 
bién ha resucitado por su influjo otro personaje, 
creación de uno de los que él considera como pre- 
cursores y maestros, el perínclito don Patricio 
Buena Fe, que no deja de parecemos un poco 
fuera de su centro y otro poco Falot, en esta épo- 
ca de autos, aviación y demás cosas precursoras 
del Antecristo... 



* 



Ahora se trata de cuál sea la forma más indi- 
cada para rendir el homenaje. Hay un nombre 
célebre, una vida generosa y treinta y tantos 
años de labor. Por de pronto, está muy bien la lá- 
pida en la casa donde nació. Ahora estará muy 
bien pensar en darle la casa donde muera. Maria- 
no ha sido la cigarra del periodismo. Ha desde- 
ñado la intriga y la cabala, no ha querido ser 
más que un hombre de pluma y de libertad y no 
ha solicitado los que para él hubieran sido fáciles 
honores y prebendas. Ha sido un trabajador for- 

174 



R 



midable en su temperamento acerado y hoy está 
tan vigoroso de intelecto como antaño. Pero ¡qué 
diablos! Uno no es de granito, y un día llega en 
que el cerebro necesita reposo, en que de las ba- 
tallas del espíritu se sale quebrantado, aunque 
uno las gane. Y para los soldados del pensamien- 
to no hay cuartel de inválidos. Dígalo el Maris- 
cal Zorrilla, cuya corona de platería anduvo, en 
a ancianidad del glorioso, en una casa de em- 
peño... 

Pide la Prensa que Cavia entre a la Academia. 
La honra es merecida; pero no es Mariano para 
ir a sentarse gravemente a su sillón en la terri- 
ble tarea de cocinar el diccionario. A menos que 
haga lo que Anatole France en la Academia 
Francesa: no ir nunca a las sesiones. No veo yo 
a Mariano discutiendo un vocablo con el señor 
Cotarelo, o con el pa dre Mir. Mas si ello ha de 
ser, preparémonos a saborear el que será exqui- 
sito discurso de recepción del Benjamín de los 
inmortales españoles. Aunque ha hecho y hace 
más por el idioma desde las columnas de su pe- 
riódico que lo que hacer podría entre los conser- 
vadores oficiales . 

Y todo eso estará muy bien; pero estamos en el 
tiempo de ser prácticos. Hay que ser como los 
ingleses. El esfuerzo y la gloria son un valor que 
se cotiza. No a todos ha de tocar el premio No- 
bel; y los homenajes positivos son los más pre- 
ciados homenajes . Cierto es que El Imparcial ha 
apoyado y apoya eficazmente a ese escritor que 

175 



RUBÉN DARÍO 

le ha dado lo mejor del jugo de su cerebro; mas 
no se trata de algo que deba hacer El Imparcial 
solo, sino toda la prensa y los poderes que ella 
mueva. 

Que se haga, pues, algo que valga la pena, algo 
fundamental y algo contante y sonante. Y que 
se haga pronto, ahora que Mariano está todavía 
joven. No pase como lo que cuentan de cierto 
militar español, que cuando, ya viejo, le llevaban 
su sueldo de Capitán General, exclamaba: 

— ¿Y ahora para qué? ¡Si me hubiesen dado esto 
cuando yo era teniente...! 




176 




MANUEL S. PICHARDO 




ftSH 



uando se habla de la Isla de Cuba 
como país lírico, en Francia se re- 
cuerda al «conquistador» José Ma- 
ría de Heredia, y en España a aque- 
lla exuberante y hermosa musa 
que se llamó Gertrudis Gómez de Avellaneda en 
el tiempo apasionado y sonoro del romanticismo. 
En mi primaveral adolescencia era ya Cuba 
para mí una tierra de poesía. La «Perla de las An- 
tillas» era en verdad una inmensa y maravillosa 
perla, llena de mansiones ilusorias y de paisajes 
de encanto, como los paisajes de las Mil y una 
noches que el prestigioso verbo del Dr. Mardrus 
nos ha hecho conocer. Yo he tenido el amor de 
las islas, j entre todas Ceylán y Cuba me han 
atraído como dos soberbias mujeres; la una per- 
fumada de las más finas canelas, la otra olorosa 



12 



177 



RUBÉN DARÍO 

a rosas y jazmines. En pasados tiempos conocí a 
dos peregrinos que aumentaron mi entusiasmo. 
Era el uno un poeta rubio, bizarro y caballeres- 
co, que recorría nuestro continente en una jira de 
leyenda, diciendo versos de amor y de patria, 
conquistando simpatías para la causa de la liber- 
tad cubana y damas para sus apetitos sentimen- 
tales y voluptuosos de don Juan errante. Se lla- 
maba José Joaquín Palma. Era quien había escri- 
to ciertos versos que, encontrados entre los pape- 
les de Olegario Andrade, fueron publicados coma 
del autor de la Atlántida, rectificándose luego la 
equivocación. 

El otro era un fogoso y armonioso orador, que 
en los intermedios de sus bravas campañas pa- 
trióticas decía rimas de pasión y cuentos de en- 
sueños en los salones donde era su palabra un 
atractivo y un hechizo. Se llamaba Antonio Zam- 
brana. Ambos me hablaban de las dulzuras de su 
tierra, de sus mujeres incomparables y de sus ni- 
dos de amor. Me llegaba un aroma de bosques de 
la Isla de las Islas, un aroma de bosques entre rui- 
dos de mar. Soñaba con las maravillas de un 
suelo lleno de vida bajo un cielo todo azul lleno 
de sol. Y era la visión de jardines deliciosa- 
mente criollos, exacervantes de olores, sonoros 
de arrullos de paloma, de cantos de pájaros, del 
revolar de las milanesianas cimarronzuelas de 
rojos pies... Y, como en Oriente, calcadas en el 
zafiro del celeste fondo, «las palmas jay! las pal- 
mas deliciosas» que hicieron suspirar a Heredia 

178 






LETRA S 

el castellano, nostálgico de ellas junto a la cata- 
rata 3'anqui. 

Soñaba yo con la Habana como con una capital 
de placer y de deleite. Una decoración extraña y 
pintorescas fortalezas sobre las olas, playas ador- 
nadas de árboles y flores del trópico; calesas en 
que iban marquesas blancas de grandes ojeras; 
criados negros, terribles y fieles; elegancias euro- 
peas en un ambiente tibio de pereza sensual, 3 T , 
sobre todo, una cálida gracia que embargaría los 
sentidos y haría ensoñar de tal manera que se 
sentiría pasar la vida como una onda de miel y 
una caricia de seda. Y mi adolescencia se estre- 
mecía ante tantas imaginaciones. 

Yo decía: Amar allá en Cuba debe ser amar. 
Decía: El gozo en Cuba debe ser un multiplicado 
gozo. Y sentía como el sabor de un beso de rara 
sulamita, con un algo de azúcares de níspero, de 
ámbar, y de la miel y de la leche que regocijaron 
el paladar del querido colega, del perfecto ena- 
morado lírico que se llamaba Salomón. 

Muchos años pasaron y pude por fin estar unas 
horas— las que el vapor me permitía— en tierra 
cubana . No tuve tiempo de verificar mi ensueño 
antiguo. Esas horas las pasé entre poetas y almas 
generosas que me manifestaron su confraterni- 
dad y su cariño en un banquete inolvidable. En- 
trevi, sí, jardines, elegancias, ardientes poemas 
de carne, ojos milagrosos. Y con los poetas, entre 
tanta vida, la única visita que pude hacer fué a 
.la Muerte. Ciertamente - el motivo no lo recuer- 

179 



RUBÉN DARÍO 

do— nos dirigimos al cementerio, en aquel día un 
tanto opaco, con otros amigos, Kostia el perspi- 
cuo, Hernández Miyares, cuya gentil arrogancia 
se arregla muy bien con su amabilidad cordial; 
Raoul Cay, aquel chartnant Raoul en cuya casa 
bebimos un te digno de Confucio y nos vestimos 
de mandarines chinos con espléndidos trajes au- 
ténticos, mientras en el salón el General Lacham- 
bre hacía la corte a la soberbia María, hoy su 
respetable viuda; Julián del Casal, atOx*mentado 
y visionario como Nerval, todo hecho un panal 
de dolor, un acerico de penas, ya con algo de ul- 
tratumba en las extrañas pupilas, y que hoy re- 
posa en la paz y en la gloria que merecieron su 
corazón de niño desventurado y sus versos de 
hondo y exquisito príncipe de melancolías; Pi- 
chardo, el que es hoy laureado poeta de la Isla, 
y yo. 

Tengo presente que íbamos conversadores y 
que retornamos menos locuaces y con alguna 
vaga tristeza. ¿Es que comprendimos que la visi- 
ta debía ser pronto pagada?... Poco tiempo des- 
pués llegó la Misteriosa, en su carro negro, a casa 
de nuestro pobre Julián. 

Y fué en esa tarde de la visita al cementerio, 
como en las horas del ágape amistoso, cuando 
por primera vez comuniqué con el alma poética 
de Manuel Serafín Pichardo— a quien su pueblo 
aclama entre los primeros— pudiendo apreciarle 
entre los vinos y las rosas, y junto a los cipreses. 
Desde esa época «ha pasado mucha agua bajo los 

180 



R 



puentes». El destino nos ha llevado a unos a un 
punto, o otros a otro. Con el poeta que acaba de 
ser moralmente coronado por su patria, nos he- 
mos encontrado, al azar de la vida, una noche, 
en un teatro de Madrid, creo que en una repre- 
sentación de Réjane. Cambiamos unas palabras y 
no nos hemos vuelto a ver. Hoy le escribo estas 
para su libro de versos. Lo hago con sincero pla- 
cer, a pesar de una preocupación que ya raya en 
mí en supersticiosa: casi todo pórtico que he le- 
vantado a la fábrica intelectual de un amigo, me 
ha caído encima... 

Me encantan los versos de Pichardo, antes que 
todo, porque no veo en él a un fanático de escue- 
las, o maniático de maneras. No se propone ense- 
ñar, ni ponerse los hábitos apolillados de fray 
Luis de León, o los casacones de Quintana, ni 
entablar ningún flirt con mis pasadas princesas 
azules... Menos se propone componer el mundo; 
por lo cual le felicito de todo corazón, no viendo 
la necesidad absoluta de que todos nos dedique- 
mos a la carrera de apóstol. Bellamente, noble- 
mente, gallardamente, expresa el poeta sus pensa- 
res y sentires en ritmos varios, y en veces veréis 
en él reminiscencias clásicas, en veces, sobre el 
modo moderno, escucharéis muy sutiles melodías, 
rapsodias elegantes y tal cual sonata sentimental 
chopinizada a la luz de la bella luna de su patria. 

A este noble poeta no le pueden acusar de no 
cantar las cosas de su tierra. Patriótico, familiar, 
o pintor de caracteres, almas y paisajes, ha escri- 

181 



JR U B E A DARÍO 

to poesías que son productos cubanos genuínos, 
autóctonos. Yo no sé de versos más hermosa- 
mente gráficos que ese Danzón que exterioriza 
todo el picante de la molicie lujuriosa, al mismo 
tiempo que transciende al perfume del corazón 
del terruño; relentes de África, atavismos volup- 
tuosos, ecos de legendarios ingenios, noches de 
libertad jocunda, aguardiente fuerte y caña dulce 
y labios rojos. 

El poeta va a España y allí sufre la tentación 
de todo artista. Allá ha de producir cincelados 
sonetos castellanos a Vin star de las labradas or- 
febrerías de Gautier; ha de externar su espíritu 
de adorador de hermosas visiones en poemas que 
se demuestran sentidos y brotados espontánea- 
mente, con el influjo de ese soplo arcano que ha 
producido en el mundo tantas maravillas y que 
antes se llamaba «inspiración». Si el calificativo 
se usase todavía, podría decirse de este autor que 
es un lírico verdaderamente inspirado. 

Tiene en su rica colección una parte fúnebre 
que podríamos llamar la loggia de los duelos. 
Allí están los afectuosos cenotafios, los «mármo- 
les negros», las urnas votivas, las lápidas recor- 
datorias, los conceptos consagrados a seres ad- 
mirados o amados que han desaparecido en la 
eternidad. No puedo menos que señalar los ver- 
sos que dedica a Julián del Casal, al triste Julián 
del Casal, a quien yo también amé mucho, pa- 
gando así la más pura de las admiraciones y el 
más sincero de los afectos. 

182 



LETRA S 

Hay en este volumen poemas de dolor, ecos de 
desgarraduras, crujidos de fibras y de entrañas, 
lamentos lanzados al choque de la vida. Tal lo 
que se contiene en «La copa amarga». Hay otros 
poemas de entusiasmo, de impresiones literarias — 
algunas no muy de mi predilección, como los afa- 
mados versos «A Rostand»— en que no dejan de 
manifestarse siempre la bizarría, el bello gesto del 
esparcidor de flores o del portapalma que se acer- 
ca a decorar el altar de su ídolo o el simulacro de 
su dios. En ocasiones es escultórico, y más de una 
vez sus composiciones hacen recordar la digni- 
dad métrica de su semipaisano Heredia el francés. 

La poesía doméstica que ha tentado a Pichardo 
es para mí cosa peregrina y extraña. No porque 
la considere ingenua, arrierée y a la papá, sino 
porque juzgo poco a sus anchas a las nueve mu- 
sas para danzar libremente ante los lares... Y eso 
que el portentoso Hugo las hizo hacer las más 
lindas evoluciones en El Arte de ser abuelo. Con 
todo, ¡los niños tienen tan frescas sonrisas y tan 
claras miradas! ¡Y Pichardo las ha interpretado 
tan ho adámente! 

Otra cosa es la canción galante que este poeta 
cultiva y prefiere y la cual vuela libre y atrevida 
como una abeja. Abeja que en este caso tiene mu- 
cho en donde revolar y en donde posarse en esa 
tierra de Cuba, florecida de beldades, y en donde 
hay tanto 

Tipo oriental, nivea tez 
Y el endrino pelo en haz... 

183 



R U B E JN D A R ¿ O 

Insistiré: todas las mujeres bellas del mundo 
tienen sus encantos especiales; mas el encanto de 
la mujer cubana es único por su algo de Oriente, 
por una fascinación misteriosa, porque por pudo 
rosa que sea hay en ella como un incesante y se- 
creto llamamiento. Ovidio lo diría mejor que yo: 

Scilicet uí pudor esí quamdam coepine 
Sic alio gratum esí incipicníi pati. 

Y esto lo digo de las pocas cubanas que en mi- 
peregrinaciones por el mundo he encontrado. 
¡Cómo será la delicia en el paraíso ardiente de la 
Isla! 

Réstame referirme a las traducciones que de 
rarios poetas ha hecho Pichardo. No puedo aplai: 
dirías sino como originales, porque no creo en la 
posibilidad de una traducción de poeta que satis- 
faga. Apenas en prosa se puede dar a entrever el 
alma de una poesía extranjera. En verso el in- 
tento es inútil, así sea el traductor otro poeta y 
sea hombre de arte y de gusto, llámese Llórente, 
Diez- Cañedo, Leopoldo Díaz, Valencia, o Pichar- 
do. Lo que el lector obtendrá será una poesía de 
Pichardo, de Leopoldo Díaz, de Valencia o de 
Llórente, o de Díez-Canedo, no de Verlaine, de 
Poe, de Hallarme o de Goethe. Don Miguel de 
Cervantes sabía bien lo que se decía con lo del 
revés de los tapices. 

Y he aquí lo más conocido, lo más reproduci- 
do, lo más gustado de mi amigo Pichardo: las 

184 






L E T R A S 

«Of elidas». El nombre evoca en seguida a la pá- 
lida enamorada shakespeareana, muerta bajo las 
flores; «¡flores sobre la flor!» Y el triunfo de esas 
poesías cortas, intensas, comprensivas, expresi- 
vas, sensitivas, consiste en su intimidad; en que 
dejan ver lo interior del poeta, los caprichos, las 
amarguras, las heridas. Son pequeños estuches 
que encierran joyas con secretos, alfileres con 
más o menos ponzoña o con casi invisibles man- 
chas sangrientas... Son fragmentos de vida, he 
ahí la razón de su boga. Por eso casi todos los 
grandes poetas que han escrito «of elidas» han ido 
en seguida al corazón de las gentes. Las de Hei- 
ne se llaman «Intermezzo», las de Bécquer «Ri- 
mas», las de Verlaine «Parallélement»... Allá le- 
jos, Catulo habría gustado de todas ellas. 

Yo saludo a Pichardo, al gran poeta de Cuba, al 
aparecer su brillante libro, en cuya cubierta la 
musa medio desnuda, destacándose en el fondo 
de la sagrada selva, muestra sus blancos pechos 
erectos, cerca de los cisnes, de los bienhechores, 
melodiosos y olímpicos cisnes. 




ks:> 




MARINETTI Y EL FUTURISMO 






arinetti es un poeta italiano de len- 
gua francesa. Es un buen poeta, 
un notable poeta. La * élite» inte- 
lectual universal le conoce. Sé que 
personalmente es un gentil mozo y 
es mundano . Publica en Milán una revista polí- 
glota y lírica, lujosamente presentada, Poesía. 
Sus poemas han sido alabados por los mejores 
poetas líricos de Francia. Su obra principal hasta 
ahora: Le roi Bombance, rabelesiana, pomposa- 
mente cómica, trágicamente burlesca, exuberan- 
te, obtuvo un éxito merecido, al publicarse, y se- 
guramente no lo obtendrá cuando se represente 
en L'CEuvre de París bajo la dirección del nnry 
conocido actor Lugne-Poe. Su libro contra D'An- 
nunzio es tan bien hecho y tan mal intencionado 
que el Imaginífico— ¿la pluma en el sombrero, 



187 



RUBÉN DARÍO 

Lugones?— debe estar satisfecho del satírico ho- 
menaje. A este propósito, el conde Robert de 
Montesquiou le dice conceptos que yo hago míos: 

«Le temps et le verve que vous lui donnerez 
sont des beaux éloges, dénués de la fadeur des 
cassolettes et de l'occeurement des encensoirs. 
La louange n'est pas une; et, surtout, pas for- 
cément suave: elle peut étre acidulée; ce n'est 
pas la pire. Et le «toujours Lui, Lui partout!> 
de votre brillante critique, représente une salve 
d'applaudissements qui a bien son prix. La gen- 
tiane est amere, le pavot empoisonné, la bella- 
done, vénéneuse: elles n'en sont pas moins des 
fleurs salutaires, belles, entre toutes, que plu- 
sieurs, non des moins difficiles, preféreront au jas- 
min. Et leur gerbe, déposée au socle d'un buste, 
l'honore autant que le ferait la flore étoilée.» 

Los poemas de Marinetti son violentos, sonoros 
y desbridados. He ahí el efecto de la fuga italiana 
en un órgano francés. Y es curioso observar, que 
aquel que más se le parece es el flamenco Verhae- 
ren. Pero el hablaros ahora de Marinetti es con 
motivo de una encuesta que hoy hace, a propósito 
de una nueva escuela literaria que ha fundado, o 
cuyos principios ha proclamado con todos los cla- 
rines de su fuerte verbo. Esta escuela se llama El 
Futurismo . 

Solamente que el Futurismo estaba ya fundado 
por el gran mallorquín Gabriel Alomar. Ya he 
hablado de esto en las Dilucidaciones, que enea 
bezan mi Canto errante. 

188 



L K IRAS 

¿Conocía Marinetti el folleto en catalán en que 
expresa sus pensares de futurista Alomar? Creo 
que no, y que no se trata sino de una coinciden- 
cia. En todo caso, hay que reconocer la prioridad 
de la palabra, ya que no de toda la doctrina. 

¿Cuál es ésta? 

Vamos a verlo . 



1. «Queremos cantar el amor del peligro, el 
hábito de la energía y de la temeridad» . En la 
primera proposición paréceme que el futurismo 
se convierte en pasadismo . ¿No está todo eso en 
Homero? 

2. «Los elementos esenciales de nuestra poe- 
sía serán el valor, la audacia y la rebeldía». ¿No 
está todo eso ya en todo el ciclo clásico? 

3. «Habiendo hasta ahora magnificado la lite 
ratura la inmovilidad pensativa, el éxtasis y el 
sueño, queremos exaltar el movimiento agresivo, 
el insomnio febriciente, el paso gimnástico, el 
salto peligroso, la bofetada y el puñetazo». Creo 
que muchas cosas de esas están ya en el mismo 
Homero, y que Píndaro es un excelente poeta de 
los deportes. 

4. «Declaramos que el esplendor del mundo 
se ha enriquecido con una belleza nueva: la be- 
lleza de la velocidad. Un automóvil de carrera, 
con su cofre adornado de gruesos tubos semejan- 
tesa serpientes de aliento explosivo... un auto- 
móvil rugiente, que parece que corre sobre me- 

189 



RUBÉN 



D 



RIO 



trallas, es más bello que la Victoria de Samotra- 
cia». No comprendó la comparación. ¿Qué es más 
bello, una mujer desnuda o la tempestad? ¿Un 
lirio o un cañonazo? ¿Habrá que releer, como 
decía Mendés, el prefacio del Cronwell? 

5. «Queremos cantar al hombre que tiene el 
volante, cuyo bello ideal traspasa la Tierra lan- 
zada ella misma sobre el circuito de su órbita». 
Si no en la forma moderna de comprensión, siem- 
pre se podría volver a la antigüedad en busca de 
Belerofontes o Mercurios. 

6. «Es preciso que el poeta se gaste con ca- 
lor, brillo y prodigalidad, para aumentar el brillo 
entusiasta de los elementos primordiales». Plausi- 
ble. Desde luego es ello un impulso de juventud y 
de conciencia, de vigor propio. 

7. «No hay belleza sino en la lucha. No hay 
obra maestra sin un carácter agresivo. La poesía 
debe ser un asalto violento contra las fuerzas 
desconocidas, para imponerles la soberanía del 
hombre» . ¿Apolo y Anfión inferiores a Herakles? 
Las fuerzas desconocidas no se doman con la vio- 
lencia. Y, en todo caso, para el Poeta, no hay 
fuerzas desconocidas. 

8. «Estamos sobre el promontorio extremo de 
los siglos... ¿Para qué mirar detrás de nosotros, 
puesto que tenemos que descerrajar los vantcmx- 
de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio han 
muerto ayer. Vivimos ya en lo Absoluto, puesto 
que hemos ya creado la eterna rapidez omnipo- 
tente». ¡Oh, Marinetti! El automóvil es un pobre 



190 



L E 1 R A S 

escarabajo soñado, ante la eterna Destrucción 
que se revela, por ejemplo, en el reciente horror 
de Trinacria. 

9. «Queremos glorificar la.guerra— sola higie- 
ne del mundo, —el militarismo, el patriotismo, el 
gesto destructor de los anarquistas, las bellas 
Ideas que matan, y el desprecio de la mujer >. El 
poeta innovador se revela oriental, nietszcheano, 
de violencia acrática y destructora. ¿Pero para 
ello artículos y reglamentos? En cuanto a que la 
Guerra sea la única higiene del mundo, la Peste 
reclama. 

10. «Queremos demoler los museos, las biblio- 
tecas, combatir el moralismo, el feminismo y to- 
das las cobardías oportunistas utilitarias» . 

11. «Cantaremos las grandes muchedumbres 
agitadas por el trabajo, el placer o la revuelta; 
las resacas multicoloras y polifónicas de las re- 
voluciones en las capitales modernas, la vibra- 
ción nocturna de los arsenales y los astilleros 
bajo sus violentas lunas eléctricas; las estaciones 
glotonas y tragadoras de serpientes que humean, 
los puentes de saltos de gimnasta lanzados sobre 
la cuchillería diabólica de los ríos asoleados; los 
paquebots aventureros husmeando el horizonte; 
las locomotoras de gran pecho, que piafan sobre 
los rieles, como enormes caballos de acero embri- 
dados de largos tubos, y el vuelo deslizante de los 
aeroplanos, cuya hélice tiene chasquidos de ban- 
dera y de muchedumbre entusiasta.» Todo esto 
es hermosamente entusiástico y, más que todo,, 

191 



R U B E X O ARIO 

hermosamente juvenil. Es una plataforma de ple- 
na juventud; por serlo, tiene sus inherentes cua- 
lidades y sus indispensables puntos vulnerables. 



Dicen los futuristas, por boca de su principal 
leader, que lanzan en Italia esa proclama— que 
está en francés, como todo manifiesto que se res- 
peta—porque quieren quitar a Italia su gangrena 
de profesores, de arqueólogos, de ciceroni y de 
anticuarios. Dicen que Italia es preciso que deje 
de ser el «grand marché des brocanteurs». No es- 
tamos desde luego en pleno futurismo cuando son 
profesores italianos los que llaman a ilustrar a 
sus pueblos respectivos un Teodoro Rooselvet y 
un Emilio Mitre. 

Es muy difícil la transformación de ideas gene- 
rales, y la infiltración en las colectividades hu- 
manas se hace por capas sucesivas. ¿Que los mu- 
seos son cementerios? No nos peladanicemos de- 
masiado. Hay muertos de mármol y de bronce en 
parques y paseos, y si es cierto que algunas ideas 
estéticas se resienten de la aglomeración en esos 
edificios oficiales, no se ha descubierto por lo 
pronto nada mejor con que sustituir tales orde- 
nadas y catalogadas exhibiciones . ¿Los Salones? 
Eso ya es otra cosa. 

La principal idea de Marinetti es que todo está 
en lo que viene y casi nada en lo pasado. En un 
cuadro antiguo no ve más que «la contorsión pe- 

192 



R 



nosa del artista que se esfuerza en romper las ba- 
rreras infranqueables a su deseo de expresar en- 
teramente su ensueño.» Pero ¿es que en lo moder- 
no se ha conseguido esto? Si es un ramo de flores 
cada año, a lo más, el que hay que llevar fune- 
ralmente a la «Gioconda», ¿qué haremos con los 
pintores contemporáneos de golf y automóvil? Y 
¡adelante! Pero ¿a dónde? Si ya no existen Tiem- 
po y Espacio, ¿no será lo mismo ir hacia Adelan- 
te que hacia Atrás? 

Los más viejos de nosotros, dice Marinetti, tie- 
nen treinta años . He allí todo. Se dan diez años 
para llenar su tarea, y en seguida se entregan 
voluntariamente a los que vendrán después. 
cEllos se levantarán— ¡cuando los futuristas ten- 
gan cuarenta años!— ellos se levantarán al rede- 
dor de nosotros, angustiados y despechados, y 
todos exasperados por nuestro orgulloso valor 
infatigable, se lanzarán para matarnos, con tanto 
mayor odio cuanto que su corazón estará ebrio 
de amor y de admiración por nosotros.» 

¡Y en este tono la oda continúa con la misma 
velocidad e ímpetu! 

¡Ah, maravillosa juventud! Yo siento cierta 
nostalgia de primavera impulsiva al considerar 
que sería de los devorados, puesto que tengo más 
de cuarenta años. Y, en su violencia, aplaudo la 
intención de Marinetti, porque la veo por su lado 
de obra de poeta, de ansioso y valiente poeta que 
desea conducir el sagrado caballo hacia nuevos 
horizontes. Encontraréis en todas esas cosas mu- 

13 193 



RUBÉN DARÍO 

cho de excesivo; el son de guerra es demasiado 
impetuoso; pero ¿quiénes sino los jóvenes, los que 
tienen la primera fuerza y la constante esperan- 
za, pueden manifestar los intentos impetuosos y 
excesivos? 

*** 

Lo único que yo encuentro inútil es el mani- 
fiesto. Si Marinetti con sus obras vehementes ha 
probado que tiene un admirable talento y que 
sabe llenar su misión de Belleza, no creo que su 
manifiesto haga más que animar a un buen nú- 
mero de imitadores a hacer «futurismo» a ultran- 
za, muchos, seguramente, como sucede siempre, 
sin tener el talento ni el verbo del iniciador . En 
la buena época del simbolismo hubo también ma- 
nifiestos de jefes de escuela, desde Moreas hasta 
Ghil. ¿En qué quedó todo eso? Los naturistas 
también «manifestaron» y la pasajera capilla 
tuvo resonancia, como el positivismo, en el Bra 
sil. Ha habido después otras escuelas y otras pro- 
clamas estéticas. Los más viejos de todos esos 
revolucionarios de la literatura no han tenido 
treinta años. 

El calvo D'Annunzio no sé cuántos tiene ya, y 
fíjese Marinetti que el glorioso italiano goza de 
buena salud después de la bella bomba con que 
intentó demolerle. Los dioses se van y hacen 
bien. Si así no fuese no habría cabida para todos 
en este pobre mundo. Ya se irá también D'Annun- 
zio. Y vendrán otros dioses que asimismo tendrán 

194 



LETRA S 

que irse cuando les toque el turno, y así hasta 
que el cataclismo final haga pedazos la bola en 
que rodamos todos hacia la eternidad, y con ella 
todas las ilusiones, todas las esperanzas, todos 
los ímpetus y todos los sueños del pasajero rey 
de la creación. Lo Futuro es el incesante turno 
de la Vida y de la muerte. Es lo pasado al revés. 
Hay que aprovechar las energías en el instante, 
unidos como estamos en el proceso de la univer- 
sal existencia. Y después dormiremos tranquilos 
y por siempre jamás. Amén. 




195 



ÍNDICE 

Péps. 



La casa de las ideas 5 

París y los escritores extranjeros 11 

Vida de las abejas 21 

Luis Bonafoux. «Bombos y Palos» . . 27 

En el país de la Bohemia 55 

El milagro de la voluntad 45 

El Brasil intelectual 55 

Letras dominicanas 61 

Un poeta portugués en la India 69 

Eugenia de Guérin 79 

Arthur Symons.— «Retratos Ingleses» 89 

Saint-Poul-Roux 99 

El pueblo del Polo 107 

He'rcules y Don Quijote 117 

Un recuerdo a Castelar 125 

Jean Orth y Eugenio Garzón 129 

Catulle Mendés 155 

Antonio de Zayas 147 

El conde de las Navas 155 

José Nogales 165 

Mariano de Cavia 167 

Manuel S. Pichardo 177 

Marinetti y el Futurismo 187 



OBRAS COMPLETAS 

DE 

FRANCISCO VILLAESPESA 

TOMOS PUBLICADOS 

I —Intimidades. — Flores de almendro. 

II — Luchas . —Confidencias. 

III — La copa del rey de Thule.— La musa enferma. 
IV.— El alto de los bohemios.— Rapsodias. 
V.— Las horas que pasan.— Veladas de amor. 
VI.— Las joyas de Margarita: Breviario de amor. 

La tela de Penélope.— El Milagro del 

vaso de agua. 
VIL— Doña María de Padilla - La cena de los 

CARDENALES. 

VIH. — El Milagro de las Rosas— Resurrección. 
Amigas viejas. 

IX.— Lasgranadas de rubíes.— Las pupilas de almo- 
tadid— Las garras de la pantera. —El úl- 
timo Abderramán. 

X. — Tristitle rerum. 

XI -La leona de Castilla.— En el desierto. 

XII.— El rey Galaor. El triunfo del amor. 

EDITORIAL MUNDO LATINO 
Barbieri, 1 duplicado.— Apartado 502 
MADRID 

Las librerías de España y América deberán dirigir 
sus pedidos a la 

Sociedad General Española de Librería. 
Diarios, revistas y publicaciones (S. A.) 

••♦• FERRAZ, 21 •■■■■• MADRID mmmm 



I 




Darío, Rubia 

Obras completas 




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